Fui a las cuatro de la tarde a los cines Renoir de
Zaragoza para ver “De tu ventana a la mía”, de Paula Ortiz. Era la primera
sesión del primer día en que el público podía ver la película. Dejé la silla a
la entrada de la sala. Fila 11. La pantalla se iluminó y comenzó la película.
No soy crítico de cine, no entiendo de cine, solo me
dejo llevar por las impresiones que me van penetrando a lo largo del visionado
de un film. A veces salgo conmocionado, otras, indiferente, e incluso en algunas
ocasiones me siento bastante irritado. Sobre todo no me gusta que una película
no hable de la vida, no me resulte creíble.
Hablemos entonces de la vida. “De tu ventana a la
mía” me pareció un cuadro hermoso que un misterioso pincel iba pintando
delicadamente en los adentros. Hay veces que el mundo parece un estallido de
fuegos artificiales, que embotan los sentidos, que no puedes/quieres apresar
por su fugacidad. En otros momentos, en cambio, el tiempo avanza lentamente por
el interior, especialmente en momentos difíciles, en esos momentos que el
psiquiatra y filósofo Karl Jaspers denominaba “situaciones-límite”, donde la
existencia se abre con ilimitada nitidez y parece engullirse a sí misma con
extrema lentitud. Intentamos que no se note, pero solo a costa de que la herida
se agrande y las cicatrices broten de forma especial en los espejos del alma.
“De tu ventana a la mía” transcurre realmente en los
adentros del espectador. También en tierras áridas, en casas solitarias y en
jardines con columpios vacíos. Pero, repito, sobre todo transcurre por dentro.
Los ojos del espectador ratifican, escena a escena, a medida que se sucede el
acontecer de esas tres vidas paralelas e idénticas, que la vida se muestra a sí
misma a través de los latidos, los jadeos, las ilusiones, las frustraciones, las
soledades, el amor anhelado con el alma entera, las verdades crudas y las
mentiras desnudas. Tres mujeres se nos meten dentro y se quedan allí, mudas,
quietas, esperando una caricia, esa mirada de comprensión y de cariño que se les
quedó en la calle o en el campo, más allá de la ventana.
Yo me quedé con ellas, conmovido, removido. Agradecí
su silencio y sus quereres bravos o chiquititos. Agradecí tanta belleza, tanta
vida en carne viva, tanta delicadeza. “De tu ventana a la mía” es una hermosa
filigrana llena de corazón.
Salí del cine aquella tarde y llamé inmediatamente por
teléfono a Paula Ortiz. Quise ser muy escueto para no estropear esas
sensaciones, para que las palabras no empañaran el único mensaje que Paula
merecía.
“Gracias, Paula”, le dije, “gracias de corazón”.
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