La justicia (económica y de cualquier otro tipo) requiere un marco previo
de igualdad: la voluntad de justicia será en vano si previamente no nos creemos
iguales en derechos y obligaciones. Los seres humanos reclamamos una sociedad
y un mundo justos porque los
derechos humanos han de ser ejercidos en plena igualdad de condiciones y
oportunidades.
Los privilegios tenidos por un sector de la sociedad atentan contra el
principio de igualdad. El origen y disfrute de esos privilegios son, en y por
sí mismos, injustos. Uno de los sectores más privilegiados desde hace siglos en
España y en buena parte del mundo occidental es la Iglesia católica,
representada oficial e institucionalmente por el Estado del Vaticano. Sobre la
base de un Concordato firmado en 1953 entre el régimen dictatorial del general
Franco y el Vaticano, y unos Acuerdos económicos, fiscales y educativos de 1979
entre esas mismas partes, el sector eclesiástico católico se ha visto
beneficiado de enormes privilegios.
La iglesia católica española, por ejemplo, recibe anualmente más de
10.000 millones de euros a cargo del erario público, estando a la vez exenta de
pagar, entre otros, la
Contribución Territorial Urbana de los inmuebles de su propiedad, los impuestos reales o de producto,
sobre la renta y sobre el patrimonio, los impuestos sobre Sucesiones y Donaciones y Transmisiones Patrimoniales, o
los Impuestos derivados de la renta de las Personas Físicas. Eso atenta contra
el principio de igualdad fundamental de la ciudadanía y las instituciones
ciudadanas. Reclamar, pues, justicia económica ha de comprender igualmente la
desaparición de los privilegios y exenciones otorgados por el Estado español a
las confesiones religiosas, pues su existencia misma atenta contra el principio
constitucional de la aconfesionalidad del Estado y sus instituciones.
Todas y cada una de las personas
integrantes de la sociedad tienen derecho a ejercer libremente, en total
igualdad de condiciones y sin discriminación alguna, su derecho fundamental a
la libertad de conciencia, de tal forma que el Estado debe configurar un
espacio propio y específico, común a toda la ciudadanía, por encima de
cualquier ideología o praxis pertenecientes a los individuos o las
instituciones privadas. El Estado y sus instituciones, como entidades públicas
que son, pertenecen a toda la ciudadanía, y ha de garantizar el libre ejercicio
de la libertad de conciencia. Las instituciones y confesiones religiosas,
amparadas por el derecho a la libertad religiosa y de culto, son una expresión particular y privada
más dentro del derecho global a la libertad de conciencia. Carece, pues, de
sentido, privilegiar a una institución privada, en detrimento, de hecho, del
resto de la ciudadanía, no coincidente con esa ideología privada.
Una justicia económica es global
cuando mira a todos y cada uno de los miembros de la humanidad, a sus culturas,
países e idiosincrasias particulares, y también cuando mira al conjunto de los
derechos y las obligaciones de todas y cada una de esas personas, sin que se
vean postergados y perjudicados en favor de determinadas opciones privadas,
incluidas las confesionales.
En resumidas cuentas, no sería
factible la reivindicación de una justicia económica global en el mundo al
margen de una demanda paralela de un marco de convivencia, dentro de cada país
y entre los países, de plena libertad e igualdad de derechos, entre los que
destaca el derecho a la libertad
de conciencia. No sería factible una justicia económica global admitiendo a la
vez el reconocimiento y la ejecución de cualquier privilegio que beneficie a
instituciones privadas, confesionales o de cualquier otro tipo.
No es posible un mundo justo sin
hacer realidad paralelamente un mundo cada vez más laico. Otro mundo es posible
y necesario. Un mundo laico, de personas libres, autónomas, guiadas por
criterios racionales es igualmente posible y necesario.
Antonio Aramayona
ATTAC en Aragón
Miembro de Europa Laica
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