Publicado hoy en El Periódico de Aragón
A veces viene bien a los adultos desempolvar
experiencias almacenadas en la memoria. Por ejemplo, volver del colegio con un
montón de “deberes” por hacer en casa. Al que no los entregaba al día
siguiente, ya cumplimentados, se le podía caer el pelo, si bien el maestro
parecía más interesado en que estuviesen hechos que en cómo lo estaban. La
merienda quedaba supeditada a la realización de “los deberes” e incluso podía
caerte un buen chaparrón en casa si no estaban hechos bien y a tiempo.
Sería una desmesura demonizar los deberes,
como si solo aportasen aburrimiento y rutina. La consolidación de algunas
tareas recién aprendidas o el aprendizaje de algunas actividades interesantes o
lúdicas a realizar fuera del aula y del horario escolar puede ser atrayente y
positivo. Sin embargo, en no pocos casos resulta difícil encontrar sentido y
utilidad a los deberes escolares.
Ateniéndome a mi experiencia como docente de
Secundaria, desde los 12 años el alumnado entra en el Instituto a las 8,30
horas de la mañana y sale a las 14,30 del mediodía para asistir a una ristra de
asignaturas cada 50 minutos. Sobre esta base, no está de más preguntarse qué
ocurre durante todo ese tiempo para que al llegar a casa tenga que volver a
hacer trabajos o repasar ejercicios sobre esa misma materia. ¿No ha entendido?
¿No ha atendido? ¿No se ha enterado de las explicaciones? ¿Pasa de casi todo
hasta el día anterior al examen de la materia?
Más preguntas: ¿por qué se asume comúnmente
que, como el hijo o la hija “flojea” en los estudios, hay que buscar unas
clases vespertinas suplementarias, particulares o en una academia? ¿Qué ha
llevado a esa situación si esa misma mañana ese muchacho ha pasado seis horas
supuestamente trabajando en el centro escolar? ¿Si no entiende, es porque el
alumno es “algo cortito”? ¿Si suspende, es porque “no trabaja suficientemente”
o “en clase está en Babia”? ¿Este es el nivel de análisis adecuado para que
pueda mejorar este estado de cosas?
Los deberes escolares, como todo en la vida,
han de tener un objetivo, un sentido, pero en ningún caso deberían ponerse como
una rutina o una costumbre. Incluso algunos padres exigirirían al profesor que
pusiera deberes a sus hijos en casa por temor de que, de lo contrario, iría en
detrimento de su rendimiento escolar. Es posible también que, junto a los
exámenes, los deberes en casa sirvan en algún caso de baremo definitivo de los
escasos conocimientos finales que una parte relevante del alumnado muestra tras
todo un curso escolar. Si alguien “va mal en los estudios” y suspende, es
porque “estudia poco”. Prueba de ello es el examen suspendido o el deficiente
cuaderno de tareas. Lo cual, aparte de tener su parte de verdad, no la muestra
en su conjunto ni en su totalidad.
Los deberes, de existir, han de ser un
complemento subsidiario de lo que previamente ha ocurrido en clase. Si allí no
ha ocurrido apenas nada, de nada servirán los deberes. Si en clase casi todo se
ha cogido por los pelos, los deberes estarán sumidos a menudo en un tedioso atasco
con pocas salidas exitosas. Si en clase se ha entendido y trabajado bien, los
deberes, en el mejor de los casos, serán de mero trámite.
Considerando el alto porcentaje de
suspendidos, repetidores y abandonos, así como también el nutrido número de
alumnos que a veces con gran sacrificio de sus padres tienen profesores
particulares o acuden a academias privadas por las tardes, deberíamos
preguntarnos si habría que rectificar también la dinámica misma del aula, la
atención genuina y real a la diversidad de cada alumno y alumna, los programas
escolares, los contenidos mismos de cada asignatura. Mientras se esté hablando
de “deberes escolares” fuera del contexto real de las vidas del alumnado y sus
familias, tales deberes remacharán el tedio, el desinterés y la resignación
pasiva ante lo que acontezca en cada una de las seis horas de clase diurnas
habidas día tras día a lo largo del curso escolar.
Hace unos días escuché las declaraciones de
un presunto especialista en una emisora radiofónica acerca de “los deberes
escolares”. Entre otras cosas, destacaba la importancia de que los padres (una
vez más, se producía una devastadora amnesia acerca del profesorado) fuesen
capaces de decir “no” a sus hijos, de ponerles límites y normas, para que no
hiciesen lo que les diese la gana. Una vez más eché muy en falta que también se
incitase a los padres y madres, al profesorado y a la sociedad entera a ser
capaces sobre todo de inculcar a la gente joven un “sí” grande, hermoso,
cargado de vida y de fuerza, de los horizontes y las metas que van apareciendo
ante sus ojos a cada minuto de su vida, incluidas las seis horas lectivas
diarias de clase, de lunes a
viernes, durante todo el curso escolar.
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