Editorial de hoy en El País
Ni la crisis de las finanzas públicas, ni el paro desbocado, ni las tensiones entre el Gobierno y algunas comunidades autónomas sacan a Mariano Rajoy de su mutismo, ni le impulsan a ejercer el liderazgo necesario ante una ciudadanía asustada por las dimensiones de la crisis y de los remedios de caballo que se le están aplicando. El presidente del Gobierno solo rompe su silencio por medio de breves comentarios, gracias a los cuales nos enteramos de que no le gusta prácticamente nada de lo que está haciendo, pero que le parece muy bueno para España. No ha dado una verdadera conferencia de prensa desde que habita en La Moncloa —solo una declaración a la agencia Efe y contadas respuestas en encuentros con mandatarios extranjeros—, tampoco concede entrevistas ni ha explicado en el Congreso los mayores recortes del gasto social de la historia.
Rajoy gestiona la gobernación de España con el mismo estilo que cuando se enfrentaba a los que maniobraban contra él entre las sombras del PP, sin inmutarse. Pero dirigir un partido no es lo mismo que ocuparse de los intereses generales. Evita desgastarse y deja que sus ministros se contradigan entre ellos o con los portavoces del PP. Como hacía cuando estaba en la oposición, deja que sus subordinados asuman todo el coste. Pero ya no es líder de la oposición, es presidente del Gobierno. La estrategia del silencio incumple una obligación esencial en todo gobernante democrático, que es la de rendir cuentas a los ciudadanos y no solo una vez cada cuatro años.
La gravedad de la crisis y de las medidas para enfrentarse a ella aconsejaban pactos de Estado. Frente a esa opción, el Gobierno de Rajoy hizo un acto de afirmación en sí mismo el miércoles pasado, tras rechazar la totalidad de las enmiendas en que los partidos de la oposición pedían la devolución del proyecto de Presupuestos Generales. El presidente presumió de disponer de un instrumento capital, la mayoría absoluta, de la que carecen otros países de la Unión Europea. No se da cuenta de que en Francia, el país vecino, Sarkozy tenía una mayoría incluso mayor, pese a lo cual atraviesa serias dificultades para revalidar su mandato.
Rajoy vivía mejor en la oposición destructiva practicada contra el PSOE. Un mes antes de las elecciones, las encuestas anunciaban que superaba a su principal contrincante, Alfredo Pérez Rubalcaba, tanto en preparación frente a la crisis como en disponer de mejores propuestas, saber manejar las exigencias de los mercados o inspirar seguridad y capacidad para ser mejor presidente del Gobierno. Cierto que el 72% manifestaba poca o ninguna confianza en él, pero en el otoño de 2011 parecía la opción menos mala. Conservó el estado de gracia solo algunas semanas, y en marzo se empezó a deteriorar su imagen. Le ocurre lo que a Zapatero en 2008: a los cuatro meses de ganar las elecciones, cuando seguía negando la crisis, empezó a perder apoyos. No es cuestión de que termine igual, sino de que sepamos adónde va el jefe del Gobierno.
Ni la crisis de las finanzas públicas, ni el paro desbocado, ni las tensiones entre el Gobierno y algunas comunidades autónomas sacan a Mariano Rajoy de su mutismo, ni le impulsan a ejercer el liderazgo necesario ante una ciudadanía asustada por las dimensiones de la crisis y de los remedios de caballo que se le están aplicando. El presidente del Gobierno solo rompe su silencio por medio de breves comentarios, gracias a los cuales nos enteramos de que no le gusta prácticamente nada de lo que está haciendo, pero que le parece muy bueno para España. No ha dado una verdadera conferencia de prensa desde que habita en La Moncloa —solo una declaración a la agencia Efe y contadas respuestas en encuentros con mandatarios extranjeros—, tampoco concede entrevistas ni ha explicado en el Congreso los mayores recortes del gasto social de la historia.
Rajoy gestiona la gobernación de España con el mismo estilo que cuando se enfrentaba a los que maniobraban contra él entre las sombras del PP, sin inmutarse. Pero dirigir un partido no es lo mismo que ocuparse de los intereses generales. Evita desgastarse y deja que sus ministros se contradigan entre ellos o con los portavoces del PP. Como hacía cuando estaba en la oposición, deja que sus subordinados asuman todo el coste. Pero ya no es líder de la oposición, es presidente del Gobierno. La estrategia del silencio incumple una obligación esencial en todo gobernante democrático, que es la de rendir cuentas a los ciudadanos y no solo una vez cada cuatro años.
La gravedad de la crisis y de las medidas para enfrentarse a ella aconsejaban pactos de Estado. Frente a esa opción, el Gobierno de Rajoy hizo un acto de afirmación en sí mismo el miércoles pasado, tras rechazar la totalidad de las enmiendas en que los partidos de la oposición pedían la devolución del proyecto de Presupuestos Generales. El presidente presumió de disponer de un instrumento capital, la mayoría absoluta, de la que carecen otros países de la Unión Europea. No se da cuenta de que en Francia, el país vecino, Sarkozy tenía una mayoría incluso mayor, pese a lo cual atraviesa serias dificultades para revalidar su mandato.
Rajoy vivía mejor en la oposición destructiva practicada contra el PSOE. Un mes antes de las elecciones, las encuestas anunciaban que superaba a su principal contrincante, Alfredo Pérez Rubalcaba, tanto en preparación frente a la crisis como en disponer de mejores propuestas, saber manejar las exigencias de los mercados o inspirar seguridad y capacidad para ser mejor presidente del Gobierno. Cierto que el 72% manifestaba poca o ninguna confianza en él, pero en el otoño de 2011 parecía la opción menos mala. Conservó el estado de gracia solo algunas semanas, y en marzo se empezó a deteriorar su imagen. Le ocurre lo que a Zapatero en 2008: a los cuatro meses de ganar las elecciones, cuando seguía negando la crisis, empezó a perder apoyos. No es cuestión de que termine igual, sino de que sepamos adónde va el jefe del Gobierno.
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