jueves, 7 de agosto de 2014

Una tarjeta postal de Juan de Mairena sobre la utopía



El otro día recibí una tarjeta postal de Colliure, con su castillo abrazando desde lo más alto de la montaña todo el pueblecito, casita a casita, hasta la orilla del mar. La firma Juan de Mairena y me cuenta que está algo preocupado porque Antonio Machado, su amigo y creador, se pregunta y se pregunta por qué los partidos tradicionales de la izquierda española llevan perdiendo gas alarmantemente desde hace tanto tiempo. Me aclara Mairena que Machado no se refiere a los resultados electorales, sino al desapego de mucha gente y de la clase trabajadora de las metas y los caminos de la izquierda de antaño, aunque en letra pequeñita Mairena añade que seguramente se debe a que muchos de sus actuales dirigentes los tienen bastante olvidados.
A la mañana siguiente, escuchaba en una emisora de radio que el PSOE de mi ciudad ya tiene otra “número 2”, que se apresuró a declarar que su partido no quiere saber nada de “objetivos utópicos y eslóganes demagógicos”. Juan de Mairena desayunaba conmigo y comentó socarronamente que no me fiara nunca de los que empiezan diciendo lo que no son y no quieren, y que además se quedan en los eslóganes, “muy demagógicos, por cierto, como casi todos los eslóganes”, apostilló. Después, bajó un librito de una estantería del pasillo, lo depositó al lado del café con leche y las galletas, y se esfumó.
Lo reconocí en el acto: Tomás Moro. Utopía. En su portadilla, alguien había subrayado el subtítulo de la obra: “De optimo statu rei publicae deque nova insula Utopia” (El estado óptimo de la vida sociopolítica o de la isla nueva Utopía). Y escrito con tinta ya muy envejecida, marrón claro, podía leerse: “La utopía no está relacionada con lo imposible, sino con lo óptimo, lo cabal, lo máximo, lo perfecto. Sin utopías reales y auténticas la vida carece de horizonte. La utopía no solo es posible, sino necesaria”. Se adivinaba la firma de Francisco Giner de los Ríos.
Me quedé pensando que la utopía no consiste en un mundo de quimeras, al margen de la realidad, sino en la plena realización de nuestras aspiraciones en todos y cada uno de los ámbitos del mundo y de la vida (amor, sanidad, trabajo, vivienda, libertad, sociedad, educación, ocio...).
Al levantarnos cada mañana, quisiéramos que cada día fuese bueno, a ser posible óptimo. Evidentemente, nuestras vidas están alejadas de ser perfectas, pero eso no quiere decir que en el fondo de nosotros mismos no aspiremos a que lo sean. Nos enamoramos o emparejamos, elegimos unos estudios, nos decantamos por una profesión, planeamos unas vacaciones o quedamos con unos amigos con el deseo de que nuestra relación de pareja y nuestro trabajo y nuestro descanso y nuestras amistades sean óptimas; es decir, lejos de renunciar a la utopía (lo óptimo), nos mantenemos básicamente en la vida por ver hecha realidad  la utopía.
Eso es lo que quizá han olvidado y olvidan a menudo los partidos denominados de izquierda. Sin utopías reales y auténticas la vida carece de horizonte, de tensión, de dinamismo, de verdadero sentido, y a la vez la ciudadanía y la clase trabajadora quedan transformadas en mero electorado y clase consumidora. Muy a menudo, el poder y los poderosos están encantados de que las utopías parezcan poco presentables o irrealizables, y de que dentro de la izquierda misma aparezcan vergonzantemente maquilladas, negadas o deformadas.
Solo con utopías la vida y el mundo son mejorables y por ello nos esforzamos, luchamos y hacemos de cada día una senda virgen con el deseo de una vida mejor y un mundo mejor. Solo con utopías se puede afirmar sinceramente que otro mundo es posible.
La utopía no es algo imposible, sino el grado óptimo de cada cosa, de cada ser. Quizá nunca la veamos plenamente realizada, pero nos inyecta energía, vitalidad, rumbo y sentido para seguir caminando hacia los mismos horizontes en que soñaron tantas generaciones pasadas, presentes y –espero- también futuras.
No quiero más candidatos, secretarios generales o figuras públicas que hablan de recuperación o de regeneración, pues mi estomago solo resiste ya hechos contantes y sonantes encaminados a una revolución concreta y real:  banca pública, distribución justa y equitativa de la riqueza, insumisión al pago de la deuda ilegítima, política fiscal progresiva (aunque se vayan del país nuevos Gerard Depardieu), auditoría ciudadana exhaustiva de la deuda, Impuesto a las Transacciones Financieras, sanidad pública y de calidad, educación pública, laica y de calidad, examen crítico y penal de las puertas giratorias, instauración de un método fluido de consulta popular mediante referéndums u otras vías análogas, enjuiciamiento inmediato de todos y cada uno de los casos de corrupción (activa y pasiva), garantías de las pensiones fuera del mercado, renta básica universal, retirada fulminante de la Ley de Reforma Laboral del PP, eliminación del artículo 135 de la Constitución en su actual formulación, decisión ciudadana sobre la modalidad de Jefatura del Estado, socialización de todo medio de producción o de toda institución empresarial o financiera que no haga efectiva su función social, etc.
Toda regeneración ha de ser revolucionaria (en cuanto cambio o transformación radical y profunda en el ámbito social, económico o ético de una sociedad). Esta es la razón de que cualquier revolución implique necesariamente ser también y en primer lugar una revolución interior.

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