El viernes pasado me quedé de piedra: los medios de
comunicación ofrecían en directo y como primera noticia el pronóstico del pulpo
Paul sobre la final del Mundial de fútbol entre las selecciones de Holanda y
España, mediante el científico método de posarse en una urna para extraer y
zampar un mejillón. Lo de menos es el resultado adivinatorio del octópodo, sino
la constatación de que a lo largo de los siglos sigue habiendo seres humanos
que sucumben al timo de una supuesta adivinación del futuro desde la suposición
de que es posible predecir hechos venideros a través de algún tipo de señales y
con el auxilio de videntes, adivinos o augures. En este caso, un pulpo, el
pulpo Paul.
Desde épocas remotas, se ha pretendido predecir el futuro,
arrancar de sus entrañas sus presuntos secretos, suponiendo que todo está
escrito de antemano en el mundo y en la vida de cada uno. Los caminos para ello
han sido de lo más variados: el examen del hígado de un animal degollado, las
rayas en la palma de la mano, los posos de café, los naipes, las entrañas de
los animales, los fenómenos atmosféricos, el vuelo de las aves, la carta
astral, la nigromancia, los sueños y un sinfín más de “mancias” y suertes
adivinatorias. El sustrato de todas ellas es el mismo: hay seres humanos que no
soportan la inseguridad, la incertidumbre, el hecho natural de que cada
existencia conlleva la necesidad de buscar su supervivencia sin otro amparo que
la libertad y el riesgo de decidir una y otra vez el camino y el rumbo hacia el
que dirigir sus pasos.
Si todo estuviera previamente escrito, si hubiese alguna
suerte de destino o de mente superior
que conociese de antemano todos los acontecimientos, quedaríamos convertidos ipso facto en marionetas en manos de un
titiritero: representaríamos a lo largo de nuestra vida una pseudohistoria de
la que nos creemos protagonistas, pero en la que nada decidiríamos realmente,
nada podríamos hacer de original o de personal, pues seríamos simplemente una
moto de polvo en un inmenso guión donde todo está escrito, predeterminado,
decidido antes de que suceda
Los principales caldos de cultivo adivinatorios son la magia
y la superstición, a fin de lograr remedios eficaces contra la
inseguridad. En la incertidumbre ante un
suceso futuro inquietante (un examen difícil, una operación de riesgo, un
viaje…) o relevante (matrimonio, finanzas, cambios…), algunos optan por que les
sean propicias las fuerzas o entidades que supuestamente conocen el resultado
(dioses, vírgenes, santos, demonios, númenes o fuerzas del destino, según los
casos y los gustos). Por ejemplo, se
santiguan para lograr o evitar algo, ponen velas para que intercedan a su favor, portan amuletos, medallas, patas de
conejo o estampitas, rezan, echan sal detrás del hombro, tocan madera, hacen
cábalas por una prenda interior puesta al revés, llevan algo rojo en
Nochevieja, hacen cola para tocar los pies de una imagen, buscan un trébol de
cuatro hojas, evitan el color amarillo en el escenario, echan agua sobre la
cabeza de alguien para lavar sus pecados, adquieren bulas y indulgencias,
recorren caminos y hacen peregrinaciones devotas, curativas y milagrosas,
aprovechan años, meses, semanas o días que creen especialmente cercanos a lo
numinoso, repiten jaculatorias o ponen todo su esfuerzo en interpretar los
supuestos secretos de Nostradamus, Rasputín, San Malaquías o los pastorcillos
de Fátima …
Pocos declaran seriamente su fe en el pulpo Paul, pero muchos han
presenciado, llenos de curiosidad, sus dotes predictivas. Y es que cuesta
aceptar que cada ser humano es el único protagonista final de su vida, el
responsable último de lo que va haciendo de sí mismo, pues solo de él debe
depender lo que hace y deja de hacer con su vida. Nos han inculcado desde la
infancia que hay fuerzas superiores que nos han creado, que cuidan de nosotros,
que finalmente nos premian y nos castigan según nuestras obras (aunque eso
conduzca al callejón sin salida de que entonces no somos libres, pues esas
fuerzas superiores conocían ya antes de que naciéramos el resultado final de
nuestras acciones). Nos han metido en la mente la idea de un pulpo supremo
y de una miríada de cefalópodos
auxiliares más a quienes podemos recurrir. Por eso, quienes así lo asumen
cumplen también el diagnóstico que sobre ellos hizo el pensador L. Feuerbach: personas que proyectan en
realidades ficticias su propia identidad, sus anhelos de felicidad, seguridad, pervivencia
y bienestar. Al crear esas realidades ficticias fuera de sí mismas, estas
personas se enajenan, renuncian a su auténtica y verdadera identidad, no son
capaces ya de valerse a no ser a través de las ficciones que han creado. La
creencia en un destino o en una entidad que todo lo sabe y el afán de conocer
el futuro de antemano no son sino el eco de nuestro miedo a la incertidumbre.
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