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Cuenta Cioran al inicio de su obra
Desgarradura que, según una leyenda
de inspiración gnóstica, en el cielo se desarrolló una lucha entre ángeles, en
la cual los partidarios de Miguel vencieron a los del Dragón. Sin embargo, hubo
también ángeles que no tomaron parte en esa lucha y se quedaron dudando qué
hacer y no hacer durante la contienda. Estos ángeles indecisos que se limitaron a mirar
fueron relegados a la Tierra, con el doble estigma, por un lado, de no recordar
nada de aquel combate ni de su actitud titubeante y, por otro, tener que tomar
decisiones en su penoso exilio. Los seres humanos somos los descendientes
directos de esos ángeles indecisos y así comenzó la historia humana sobre la
Tierra.
Según ello, lo que ahora llamamos
libertad no es sino el producto de un titubeo original, una vacilación
original. Decidimos todos los días y a cada instante hasta las cosas más
nimias: qué camisa ponerme por la mañana, saludar o no a ese vecino que me cae
tan mal, decir la verdad o maquillarla para tranquilidad de quien pregunta,
escuchar la radio o leer la prensa, escribir o no este artículo, votar o no, a
quién votar… Por eso hay personas propensas a decidir lo menos posible, a no
tomar decisiones personales. Siguen la corriente, van a donde va la gente, dicen,
piensan, buscan, rechazan y se atienen a las pautas comunes de pensamiento y de
comportamiento. En buena parte, también así se hacen y se deshacen las
mayorías. La mayoría abriga en la soledad y justifica en la decisión tomada:
somos mayoría, no podemos equivocarnos tantos, tenemos razón. La mayoría ama la
uniformidad, que, a su vez, exime del compromiso de tomar partido, pues lo
evidente (=lo mayoritario) no tiene por qué demostrarse, sino que se acepta sin
más cuestionamientos.
Al hilo de esa leyenda gnóstica,
arrojado a la Tierra para aprender a optar, el ser humano se ve condenado a desbrozar
su propio camino, a escribir día a día su propia autobiografía, a menudo tan
poco presentable. Puede incluso sentirse partido en dos, pues, por un lado,
está obligado a ser protagonista
de su propia vida y, por otro, tiende
a apropiarse el papel de simple espectador. En el mundo originario
celestial se le permitió la neutralidad, pero ahora, ya en la Tierra, incluso
esa neutralidad es previamente una decisión (“no quiero meterme en líos”,
“estoy con lo que digan todos”…). Ve y vive entonces la libertad como un
castigo, si bien podría convertirse en un motivo de renovación, de llegar a ser
él mismo, de depender básicamente de sí mismo.
Eso produce también angustia:
para ser libre hay que ser lobo estepario en la rotunda soledad del desierto,
sin apoyaturas ni amparos. Por eso, como compensación de la angustia, se tiene
una prisa enorme por abrazar una causa, por aglutinarse alrededor de una verdad,
por seguir unas directrices aquietantes. Pero, ¿alrededor de qué clase de verdad o directriz?
No existe la verdad si no está metabolizada por
una mente, en la gozosa posesión de contemplarla, en la decisión personal de
hacerla propia. La verdad es interior, y solo después puede y debe ser
compartida con otros. Por eso no entiendo que a una persona se le suponga solo
en una campaña electoral en condiciones de tomar partido por un Partido.
Tampoco entiendo que solo el 22-M se le invite a decidir, a otorgarle el voto
en las urnas, a optar por un determinado proyecto político, pues el sistema
(también y sobre todo el sistema educativo) impele durante el resto del año a
no pensar, optar o juzgar críticamente.
Me parece igualmente inaceptable que se asuma como
un axioma que la opción básica reside solo en dos Partidos, de tal forma que
decidir por otra opción queda situado casi en lo marginal. Son dos Partidos que
perviven en el limbo de la leyenda de Cioran, siempre en la endógena ocupación
de conseguir el poder, siempre al dictado de las encuestas de opinión, de los
intereses minoritarios de sus amos, los dueños del dinero, de la necesidad de
consumir y proporcionar el “soma” cotidiano. Esos dos Partidos no proponen
nada, salvo que todo continuará más o menos igual, sin sobresaltos. Sus ideas
son humo, lo que exime de pensar; sus promesas son humo, lo que exime de
reclamar; sus acciones son aquietantes, lo que exime de cualquier intento de
rebelión. Los descendientes de los ángeles indecisos quieren orden y seguridad,
y eso se les da a capazos, con tal de que no se muevan.
Tampoco entiendo que haya un Partido en Aragón que
se declare centrista, cuando se limita a acomodarse al viento que sopla cada
cuatro años en casas ajenas; que se declara bisagra, cuando y porque le da
igual arre que so, con tal de seguir ocupando los mismos edificios, los mismos
despachos. Sobre todo no entiendo que la ciudadanía aragonesa aún no haya
declarado a ese Partido especie política en extinción y aún no haya denunciado que es una tomadura de pelo.
Mientras decidir se vea como un castigo y una
molestia, mientras se busque compulsivamente el anonimato de lo impersonal para
seguir haciendo y omitiendo sin el menor sobresalto, esto que llamamos
democracia formará parte del Soma consumido en el mundo feliz de Aldous Huxley,
con el que curar las penas y la desventura. Métase hoy un gramo de soma en un
sobre, introdúzcase en la rendija de una urna de cristal y por la noche,
recontados los votos, ya está permitido utilizar la primera persona del plural
en clave casi mayestática para afirmar, con satisfacción, que “hemos ganado”.
De hecho, “si por desgracia
se abriera alguna rendija de tiempo en la sólida sustancia de sus
distracciones, siempre queda el soma: medio gramo para una jornada de asueto,
un gramo para el fin de semana, dos gramos para un viaje al bello Oriente, tres
para una oscura eternidad en la Luna”.
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