La muerte
de Manuel Fraga y el juicio al magistrado Baltasar Garzón por la investigación
de los crímenes del franquismo han sacado de nuevo de la oscuridad a los
fantasmas del pasado. Por un lado, la constatación de lo difícil que resulta en
la sociedad española tener una mirada libre hacia las experiencias traumáticas
del siglo XX, recordar para aprender. Por otro, la incomodidad que produce a
muchos el recuerdo de la violencia franquista, ejercida desde arriba, durante
40 años, por el nuevo Estado surgido de la sublevación militar y de la Guerra
Civil, que puso en marcha mecanismos extraordinarios de terror sancionados y
legitimados por leyes hasta la muerte del dictador. Más de un año después, allí
estaba todavía el Tribunal de Orden Público (TOP), disuelto finalmente por un
decreto ley de 4 de enero de 1977.
La muerte
de Fraga y el juicio a Garzón constatan lo difícil que resulta recordar para
aprender
Con la
muerte de Manuel Fraga la mayoría de los medios de comunicación nos regalaron
la vista y el oído con unas cuantas horas de música celestial. El disco solo
tenía cara A: hombre de Estado, político extraordinario, uno de los más
importantes del siglo XX español, padre de todo lo bueno que puede exhibir la derecha
actual en el poder. Pocos hicieron sonar la cara B, la otra cara del mismo
disco, inseparable, compuesta con anterioridad, cuando la música tenía un solo
director. Puede verse en los libros de historia, aunque únicamente en aquellos
que no usan y abusan de ella para conformar o legitimar el presente a su gusto.
Fraga fue
ministro de Franco, desde 1962 a 1969, y ministro del Gobierno de Arias Navarro
que se formó tras la muerte de su caudillo, desde el 12 de diciembre de 1975
hasta el 1 de julio de 1976. Nunca fue ministro con la democracia. Su autoridad
nació de la dictadura y tuvo después en sus manos durante unos meses, como
ministro de Gobernación, todo el aparato represivo intacto, ese que cargaba en
las calles contra los manifestantes, detenía y encarcelaba de forma arbitraria
y sin garantías, torturaba en los cuarteles y comisarías y, si hacía falta,
disparaba mortalmente a los trabajadores, como en Elda, Tarragona, San Adrián
de Besós, Basauri o en el asalto policial a la iglesia vitoriana de San
Francisco de Asís, una masacre que dejó cinco muertos y decenas de heridos. Y
todo ello en apenas medio año, donde quedó al descubierto el talante reformista
de los franquistas sin Franco, cómo trataban a opositores y huelguistas,
"desórdenes callejeros" los llamaban, y la impunidad de las fuerzas
armadas.
La
historia de Europa del siglo XX proporciona abundantes ejemplos de políticos
que transitaron desde las dictaduras a las democracias. Ocurrió en los países
dominados por los fascismos hasta 1945, por el comunismo hasta 1989 y en
Grecia, Portugal y España tras 1974-1975, los únicos lugares del continente
donde seguían en pie dictaduras salidas del firmamento político de la
ultraderecha.
Fraga no
fue, por lo tanto, un caso excepcional ni caminó solo por la pedregosa senda
que conducía del autoritarismo a la libertad. Y como otros muchos compañeros de
viaje, tampoco tuvo que quitarse el caparazón franquista para distanciarse de
los sectores más inmovilistas y participar en el cambio político.
En
noviembre de 2005, 30 años después de la muerte del dictador, o 27 desde la
aprobación de la Constitución, de la que dicen que fue uno de los padres, en
una entrevista publicada en Corriere
della Sera, hacía una desaforada defensa de Francisco Franco y de su régimen
político, recordando a los italianos las excelencias del que fue durante tanto
tiempo su jefe y los enormes beneficios que su sistema de gobierno ("ni
fascista, ni totalitario") dejó a todos los españoles.
Una
explicación de ese tipo puede causar sonrojo, cosas de don Manuel, del hombre
de Estado. Ocurre, sin embargo, que se refiere a una historia real de
asesinatos, tortura y violación sistemática de los derechos humanos, que
destruyó a familias enteras e inundó la vida cotidiana de miedo, humillación y castigo.
Y todo eso, además de las circunstancias de la muerte y paradero de decenas de
miles de víctimas, es lo que intentó investigar Baltasar Garzón, juzgado ahora
por la Sala Penal del Tribunal Supremo, ante la indiferencia y el desprecio de
muchos, hacia él, hacia las víctimas y hacia todos aquellos que quieren
honrarlas.
Fraga tenía
poderosas razones para pensar eso de la dictadura de Franco, antecedente
necesario de la democracia, a la que él tanto dio, como nos ha recordado la música
orquestada por sus seguidores ideológicos y de partido. Y así, a través de imágenes
autocomplacientes, libres de zonas oscuras, jaleadas por los medios de
comunicación más afines, dicen que esa historia, no otras, ya es pasado y hay
que mirar al futuro. Mientras tanto, el Diccionario
Biográfico Español de la Real Academia de la Historia insiste en que el régimen
franquista, tenía razón don Manuel, no fue "fascista ni totalitario".
Y las políticas de gestión de la historia y memoria de ese pasado violento
desaparecen con la excusa de la crisis, arrinconadas por los nuevos
gobernantes. Y Garzón en el banquillo.
Julián Casanova es
catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza.
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