No sé si usted tiene en su casa unos cuantos centenares de alevines de siluro, pero, de ser así, podría hacerse millonario en unos cuantos meses. Bastaría para ello que llevase a cabo el experimento realizado en el Laboratorio de Biología Marina de Woods Hole, en Massachusetts. Es muy sencillo: siguiendo el mismo esquema experimental de Pavlov con el reflejo condicionado, por el que obtuvo el premio Nobel de Medicina en 1904, usted no tiene más que entrenar a sus alevines a que se dirijan hacia donde desee con la recompensa de una buena y abundante alimentación. Por ejemplo, usted acostumbra a sus alevines a que cada vez que oigan el villancico “Campana sobre campana” obtendrán comida en un lugar determinado.
Como a usted le parecerá que de momento tanta inversión de tiempo y de dinero es infructuosa, tendrá que ejecutar un segundo paso del experimento: arrojar todos los alevines a las aguas profundas y turbias de algún lago o embalse, donde hay que esperar a que crezcan mucho y rápidamente. De todas formas, no divulgue su experimento por algunas zonas, como el embalse de Mequinenza-Ribarroja, porque corre el peligro de que algún lugareño amante de la naturaleza le cante algo más que las cuarenta a este respecto, pues la presencia de siluros suele suponer un grave peligro para las plantas, peces y vertebrados donde habita.
La cosa es que, al poco tiempo, podrá observar que aquellos alevines se han convertido en un pez de más de dos metros de largo y cien kilos de peso, que usted puede vender en cualquier mercado, especialmente del este de Europa, dada la blancura de su carne y su escasez de espinas. Incluso, si es usted algo avispado, puede vender sus huevos como caviar. Eso sí, hace falta pescarlos, pero ahora lo tiene usted muy fácil: ya desarrollados, póngales de nuevo el villancico “Campana sobre campana”, y los siluros, respondiendo al reflejo condicionado adquirido en sus primeros días, recordarán sus pasadas costumbres y acudirán obediente y sumisamente a la red que usted habrá dispuesto convenientemente para pescarlos. ¿Ve usted qué fácil? Sólo hay que preparar después una buena sartén para cocinarlos y una cuenta corriente para recibir el dinero que usted va a ganar a espuertas. La casa invita: filetes de siluro para todos.
Si usted no está por la labor de criar siluros mediante el método descrito, puede observar, al menos, que un experimento muy similar acontece estos días en las calles de su ciudad. Se han encendido las luces de Navidad (con más de un mes de anterioridad), están ya colocados profusamente motivos navideños, suena ya el Jingle Bells en calles, avenidas, tiendas, grandes superficies y grandes almacenes, y miles y miles de humanos se lanzan automáticamente a comprar y se ponen a cavilar qué comen y qué beben en los días navideños. A pesar de la crisis económica por la que está pasando la especie humana, los alevines recibirán sus juguetes ansiados, las botellas de cava serán jubilosamente descorchadas y el turrón que a muy pocos apetece no faltará en ninguna mesa. Se trata del reflejo condicionado de la Navidad, al que respondemos año tras año sin rechistar, incluso sin conciencia (psíquica y/o moral).
El citado reflejo se despierta mediante una amplia gama de estímulos: villancicos (autóctonos e importados), tótems (estrella, Reyes Magos, Papá Noel, Nacimiento…), luces en las calles y paquetería multicolor en los escaparates. En las familias se come productos y se bebe líquidos típicos, que pocos bolsillos se pueden permitir sin esfuerzo y sin pulverizar la paga extraordinaria, pero que nadie está dispuesto a que no estén en su mesa (qué diría el vecino, la tía del pueblo o ese miembro de la familia con el que nos llevamos fatal y que todos los años acude a cenar a su casa).
Es tal la fuerza del reflejo navideño en la especie humana, que a medida que se acercan las fiestas y los fastos navideños, cualquier individuo que se acerque a determinados Grandes Almacenes corre el peligro de morir aplastado por las masas comprantes. Suena la música, se encienden las luces, y alevines y adultos de todas las edades corren prestos a comprar lo que sea, desaforadamente: una zona de su cerebro, condicionada fuertemente por el reflejo navideño, les conmina a comprar, pues, si no, se sentirán desgraciados sin remedio.
Los alevines se sientan sobre las rodillas de unos señores barbudos que supuestamente les llevarán a sus casas muchos de los juguetes anhelados y que están a las puertas de unos grandes almacenes. Los abuelitos echarán esos días alguna que otra lagrimilla, pues habrá llegado “el espíritu de la navidad”: paz, amor, turrón, cava y cordero asado.
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