PUBLICADO HACE UNOS DÍAS EN EL HUFFINGTON POST
Hace años leí en un libro de cuyo título no puedo
acordarme que en uno de los episodios de
la invasión de Corea a finales del siglo XVI, los japoneses victoriosos
cortaron y conservaron la nariz de veinte mil coreanos como trofeo, hasta que
no hace mucho tiempo esas narices fueron repatriadas como signo de reconciliación entre ambos países asiáticos. Sin
embargo, tras mucho rebuscar por la Red solo he podido encontrar 3.726 narices
coreanas cortadas en el asedio de Namwon.
Todos estos datos llenan de horror, pero mucho más
espanto produce conocer que entre 2000 y 2013 más de 23.000 seres humanos migrantes
han muerto mientras intentaban alcanzar el continente europeo. Japoneses y
coreanos tuvieron tras varios siglos el respeto de devolver el apéndice nasal
salvajemente cortado a miles de soldados coreanos. Sin embargo, muchos de
quienes han muerto engullidos por el Mediterráneo no volverán a ningún sitio ni
quedará nada de ellos, pasto de peces y descomposición, pero toparán con la
indiferencia e insensibilidad de un buen sector de la ciudadanía europea y de
su clase política, incapaces de la menor empatía que pueda poner en cuestión el
propio bienestar. Sin ir más lejos, el actual ministro español de interior,
Fernández Díaz, comparaba recientemente el “problema de la inmigración” con las
goteras existentes en una casa que van inundando diversas habitaciones. Lo cual
no deja de tener también muchas narices.
Antes teníamos sin el menor problema a un guerrero negro africano
en el Museo de Historia Natural de Bañolas, felizmente ya devuelto para ser
enterrado en Botsuana. Ahora el cementerio es inmenso y está en el mar, ese mar
hermoso y plácido que contemplamos en los atardeceres vacacionales como
plasmación de la paz y la belleza que aún restan en el mundo. 23.000 seres
humanos son muchos. 23.000 seres humanos sin retorno y sin rostro, sepultados en
la desdicha.
El filósofo Schopenhauer
dejó instrucciones de que su cuerpo no fuera enterrado hasta cinco días después
de su fallecimiento, hasta que empezara a descomponerse, de tal forma que
contaron algunos cronistas que el aire llegó a ser realmente irrespirable. Y es
que no pocos soportan mal el hecho de morir y por eso disfrazan como sea su
zozobra ante la muerte. De igual modo, antes de que los restos de los reyes
españoles sean trasladados al Panteón real, permanecen de 20 a 40 años en una
estancia cerrada llamada Pudridero Real (allí están aún los cadáveres de los
tres últimos fallecidos borbónicos), a cuyo ingreso y en presencia del Ministro
de Justicia, se dan tres golpes en el féretro, llamando por su nombre al
difunto. Después, el jefe de la Casa Real declara solemnemente: "Puesto
que el Rey no responde, está muerto".
Es el temor ancestral a las tinieblas y al silencio. Es
el arquetipo de muerte y ultratumba que el psicoanalista C. H. Jung describió
como "una ilimitada extensión llena de inconcebible imprecisión, en la que
al parecer no hay ni fuera ni dentro, ni arriba ni abajo, ni aquí ni allá, ni
mío ni tuyo, ni bueno ni malo. Es el mundo del agua, en el que flota, suspenso,
todo lo vivo". Nadie podría describir mejor este concepto de Jung que
muchos de los 23.000 fallecidos antes de arribar a las costas europeas, ahora
fundidos por la muerte absurda en un mar donde quedaron enterradas sus
esperanzas.
Con ellos han desaparecido ya las bombas y el miedo de
quienes huían de los horrores de la guerra. Ninguno de esos 23.000 seres
humanos fallecidos padece ya hambre, sed, sueños o pesadillas. Federico García
Lorca, asesinado como ellos por la intolerancia y la ceguera de los más
ignorantes, canta y canta entre ellos en las honduras más oscuras de ese mar:
Aquí no canta nadie, ni llora en el rincón,
ni pica
Aquí no canta nadie, ni llora en el rincón,
ni pica las espuelas, ni espanta la serpiente:
aquí no quiero más que los ojos redondos
para ver ese cuerpo sin posible descanso.
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