martes, 25 de agosto de 2015

23.000 cuerpos sin posible descanso


PUBLICADO HACE UNOS DÍAS EN EL HUFFINGTON POST
Hace años leí en un libro de cuyo título no puedo acordarme  que en uno de los episodios de la invasión de Corea a finales del siglo XVI, los japoneses victoriosos cortaron y conservaron la nariz de veinte mil coreanos como trofeo, hasta que no hace mucho tiempo esas narices fueron repatriadas como signo de reconciliación entre ambos países asiáticos. Sin embargo, tras mucho rebuscar por la Red solo he podido encontrar 3.726 narices coreanas cortadas en el asedio de Namwon.

Todos estos datos llenan de horror, pero mucho más espanto produce conocer que entre 2000 y 2013 más de 23.000 seres humanos migrantes han muerto mientras intentaban alcanzar el continente europeo. Japoneses y coreanos tuvieron tras varios siglos el respeto de devolver el apéndice nasal salvajemente cortado a miles de soldados coreanos. Sin embargo, muchos de quienes han muerto engullidos por el Mediterráneo no volverán a ningún sitio ni quedará nada de ellos, pasto de peces y descomposición, pero toparán con la indiferencia e insensibilidad de un buen sector de la ciudadanía europea y de su clase política, incapaces de la menor empatía que pueda poner en cuestión el propio bienestar. Sin ir más lejos, el actual ministro español de interior, Fernández Díaz, comparaba recientemente el “problema de la inmigración” con las goteras existentes en una casa que van inundando diversas habitaciones. Lo cual no deja de tener también muchas narices.

Antes teníamos sin el menor problema a un guerrero negro africano en el Museo de Historia Natural de Bañolas, felizmente ya devuelto para ser enterrado en Botsuana. Ahora el cementerio es inmenso y está en el mar, ese mar hermoso y plácido que contemplamos en los atardeceres vacacionales como plasmación de la paz y la belleza que aún restan en el mundo. 23.000 seres humanos son muchos. 23.000 seres humanos sin retorno y sin rostro, sepultados en la desdicha.

El filósofo Schopenhauer dejó instrucciones de que su cuerpo no fuera enterrado hasta cinco días después de su fallecimiento, hasta que empezara a descomponerse, de tal forma que contaron algunos cronistas que el aire llegó a ser realmente irrespirable. Y es que no pocos soportan mal el hecho de morir y por eso disfrazan como sea su zozobra ante la muerte. De igual modo, antes de que los restos de los reyes españoles sean trasladados al Panteón real, permanecen de 20 a 40 años en una estancia cerrada llamada Pudridero Real (allí están aún los cadáveres de los tres últimos fallecidos borbónicos), a cuyo ingreso y en presencia del Ministro de Justicia, se dan tres golpes en el féretro, llamando por su nombre al difunto. Después, el jefe de la Casa Real declara solemnemente: "Puesto que el Rey no responde, está muerto".

Es el temor ancestral a las tinieblas y al silencio. Es el arquetipo de muerte y ultratumba que el psicoanalista C. H. Jung describió como "una ilimitada extensión llena de inconcebible imprecisión, en la que al parecer no hay ni fuera ni dentro, ni arriba ni abajo, ni aquí ni allá, ni mío ni tuyo, ni bueno ni malo. Es el mundo del agua, en el que flota, suspenso, todo lo vivo". Nadie podría describir mejor este concepto de Jung que muchos de los 23.000 fallecidos antes de arribar a las costas europeas, ahora fundidos por la muerte absurda en un mar donde quedaron enterradas sus esperanzas.

Con ellos han desaparecido ya las bombas y el miedo de quienes huían de los horrores de la guerra. Ninguno de esos 23.000 seres humanos fallecidos padece ya hambre, sed, sueños o pesadillas. Federico García Lorca, asesinado como ellos por la intolerancia y la ceguera de los más ignorantes, canta y canta entre ellos en las honduras más oscuras de ese mar:

Aquí no canta nadie, ni llora en el rincón,
ni pica
Aquí no canta nadie, ni llora en el rincón,
ni pica las espuelas, ni espanta la serpiente:
aquí no quiero más que los ojos redondos

para ver ese cuerpo sin posible descanso.

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