miércoles, 22 de junio de 2016

Diario de un profeflauta motorizado, 731


Algunos están empeñados en hacernos víctimas del timo del tocomocho: prometen el paraíso y lo absoluto, pero finalmente solo queda un cerebro carcomido por nada. De paso, se olvida así lo esencial: las cosas aparentemente pequeñas, nimias, minúsculas, microscópicas son la sal, el azúcar, la canela de la vida. Qué grande es un corazón habitado por un microbio vivo y generoso, palpitante y lleno de pasión. Existe solo el instante vivo, tuyo, mío, nuestro, de quienes le abran sus ojos y le abracen.

El predicador de la transcendencia, de lo absoluto, del más allá,  oculta su boca mentirosa tras su bola de cristal de adivino cuentista. Por el contrario, solo busco ahora succionar el humo del centro de la tierra, de sus meandros de lava,  mientras mi mente libre se solaza en el barro cotidiano encaramado sobre un árbol rebelde, que me habla de los bosques que rodean el ecuador del universo.

Llovizna sin parar. Lluvia menuda que cae blandamente y va calando hasta los huesos. La gente parece no necesitar paraguas. La llovizna debe de tener algún efecto anestésico que paraliza y habitúa a seguir aguantando el agua que va desgastando la memoria del pasado y el deseo de abrirse paso en el futuro. Llovizna (¿o es lluvia ácida?). Esa llovizna parece ser sumamente persuasiva para que la gente se quede dormitando en alguna circunvolución de su cerebro, quejándose de casi todo, haciendo apenas nada.

Y sin embargo, te quiero. A ti. A ti. Y a ti también. Si es que me recibes en mi doble versión de alfa y omega, de principio y final.  Te quiero, si quieres.

Pocas escenas tan bellas y certeras como esta escena final de la película Blade Runner


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