Nacemos al mundo bienviviente bajo el
signo de que tener y poseer son lo mismo que ser y poder. Eres lo que tienes.
Tu valoración social depende de la admiración o la envidia que puedas suscitar
en los demás. Coche caro, mucho dinero, caros cacharros. Todo es tuyo. Eres
eso, lo que posees, lo que tienes.
La mujer es para no pocos varones otra
señal de triunfo y de “hombre ganador”. El winner
es “alguien”, el loser es un “don
nadie”. Mujer guapa, joven, que te pertenece. Es una propiedad más. Si no
garantiza la “fidelidad”, la “exclusividad” está siendo mala, pues no cumple
con su cometido: servir en exclusiva al hombre. Si ella no cumple su compromiso
de exclusividad, el varón la puede maltratar y romper, al igual que puede
cambiar o destruir su coche, su reloj o sus zapatos.
No solo la mujer. También, LAS mujeres. (Cuantas más, mejor).
No solo la mujer. También, LAS mujeres. (Cuantas más, mejor).
Lo dice la Biblia, la maldita Palabra del
dios de turno para tantas mujeres desde hace tantos siglos (Éxodo, 20,17):
“No desearás los bienes de tu prójimo; no
desearás la mujer de tu prójimo, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey ni su
asno, ni nada que sea de él”.
La mujer es de alguien. La mujer,
equiparada a la esclava, al buey, al asno, a cualquier propiedad o posesión de
otro.
Por
qué no dice “no desearás al hombre de tu prójima”. ¿Las mujeres no
desean? ¿Los hombres no son deseables? ¿Olvida el dios del Sinaí que no somos
de nadie (no deberíamos ser de nadie)? ¿Qué tiene de malo desear?
En Occidente llevamos treinta y cinco
siglos de machismo con la excusa de que “la Biblia lo dice”. Malditos y
malditas sean todos los eunucos por el reino de los cielos.
Ocho mujeres y un bebé de 17 meses en el
mes de enero que terminó ayer. ¿Y cuántas palizas? ¿Cuántas humillaciones?
¿Cuánta angustia?
Nadie debería jamás prometer otra cosa que amor. Sin amor la relación es intrínsecamente infiel y la
vida fenece en manos de las obligaciones legales o del miedo. Cuando la persona
amada no ofrece crédito, no resulta fidedigna, no es vivida desde la nobleza de
espíritu o se la cree capaz de traición o engaño, se marchita el último rayo de
esperanza y de sinceridad, es decir, de amor.
Por otro lado, el amor presupone que se es libre, de tal forma que se ama y se es amado
por la necesidad de vivir mejor, de
sentirse mejor, por placer, por gusto, como efusión vital de uno mismo en el
ser amado. El oxígeno del amor es la libertad y la autonomía, y cualquier
conato de convertirlo en objeto de posesión exclusiva y absoluta del otro o de
transformar la relación amorosa en una conflagración, es veneno letal. Si
alguien ama por el placer de amar, deberá querer bien y el bien de la persona
amada, y su primer bien consiste en que ella sea la que es y como quiere ser.
Si alguien ama auténticamente es porque así lo ha decidido libremente, y no por
temor a las represalias o los chantajes de otro (o de un@ mism@...).
Esto implica, a su vez, que quien ama se quiere a sí mismo (“el
amor ha de empezar siempre por uno mismo".
Sin embargo, no son pocos los que buscan compulsivamente que les quieran
como prueba de su valía. Sienten de hecho tan poco aprecio por sí mismos, que
necesitan perentoriamente comprobar que otros les aprecian, o dicen
apreciarles.
En el fondo de esta actitud
hay una gran inseguridad en uno mismo. Si alguien es incapaz de quererse,
valorarse, tenerse aprecio (aun de aquellas facetas y aspectos de los que no
está precisamente orgulloso), posiblemente nunca encontrará amor (no puede dar
lo que cree no tener o considera vergonzante, ni le pueden regalar lo que
considera no merecer: es difícil que alguien llegue a amar lo que uno mismo
tiene por no amable).
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