Cuando Zaratustra tenía treinta años,
abandonó su patria y el lago de su patria y se fue a las montañas. Allí gozó de
su espíritu y de su soledad, y durante diez años no se cansó de ello. Pero
finalmente se transformó su corazón, bajó de las montañas y llegó a una ciudad
donde celebraban las fiestas en honor del tótem principal de la localidad.
Zaratustra se admiró del bullicio de
la ciudad, del olor de los puestos de viandas y bebidas que sembraban las
calles, del estruendo de las charangas, de que apenas podía dar un paso debido
a la gran cantidad de viandantes que deambulaban por allí. En aquella ciudad la
noche se llenaba de luces multicolores que se reflejaban en las aguas del
principal río que atravesaba la localidad, de tal forma que la oscuridad
impenetrable que yacía cada noche en el corazón de muchos de sus habitantes
parecía disiparse durante unos minutos de fantasía, hasta que la realidad
tornaba implacable a sus vidas.
Una
muchacha joven pisó una de sus viejas sandalias y, tras excusarse, estuvieron un rato hablando en el umbral de
una cafetería atestada de gente. Había cursado una carrera universitaria y tres
masters, pero ahora estaba, como habitualmente, sin trabajo, contratada durante
diez días en un local de comida y bebidas al aire libre, con motivo del inicio
de aquellas fiestas de la ciudad: doce horas diarias de trabajo (de 4 de la
tarde a 4 de la mañana), 60 euros al día. 600 euros, 120 horas de trabajo, 5
euros a la hora. Sin contrato. Un caso más entre decenas de miles. Y con gran
pasmo de la muchacha, Zaratustra no pudo contener el llanto.
Zaratustra se enteró de que el tótem
de aquella ciudad era uno de los más antiguos y venerados del país, siendo
incluso patrón de tierras lejanas y de unas fuerzas policiales tocadas con un
extraño gorro triangular. Su espíritu se inquietó también al enterarse de que
los dirigentes de la ciudad discutían por portar una banda de plumas de ave
multicolores e ir de esta guisa en procesión a rendir públicamente pleitesía al tótem. Cuando los vio, su espíritu se
afligió.
Zaratustra
había pensado, aún en la montaña, que algunas fiestas tradicionales son
expresión de tradiciones ancestrales y de ciertos sentimientos atávicos del pueblo, y, como tales, forman
parte de la cultura popular. De hecho, un concejal rebelde de la ciudad le invitó
a comer una bandejita de cordero lechal y le confesó entretanto que no pone
objeción alguna a que la porción del pueblo que así lo estime ejerza en fechas
determinadas su derecho a manifestar sus
creencias y devociones, así como su derecho a la fiesta. Sin embargo, insistía
aquel concejal, otra cosa es lo público: las instituciones públicas, los actos
públicos, los representantes
públicos…, deben cumplir y hacer cumplir con claridad el principio
constitucional de la aconfesionalidad del Estado y de sus instituciones. Y
habló de grupos desconocidos para Zaratustra: el Gobierno autónomo, La Academia
General Militar, La Guardia Civil, la Corporación municipal, el Cuerpo de
Bomberos, la Jefatura Superior de Policía, la Policía Local…
Mas cuando Zaratustra estuvo solo,
habló así a su corazón: “¡Será
posible! ¡Esta gente en su ciudad no ha oído todavía nada de que los tótems han
muerto!”.
Entonces un clérigo que lo escuchó lo
llamó “blasfemo” e “impío”, pero un hombre vestido con túnica de lana y sandalias de cuero que dijo llamarse Epicuro,
dijo a Zaratustra: “No es impío el que desecha los
tótems de la gente, sino quien atribuye a los tótems las opiniones de la gente”.
Cerrada
la noche, a punto de dejar aquella ciudad en fiestas, Zaratustra se sintió́ de
repente como rodeado por bandadas y revoloteos de innumerables pájaros, - el rumor de tantas alas y el tropel en torno a su
cabeza eran tan grandes que cerró los ojos. Y, en verdad, sobre él había caído
algo semejante a una nube, semejante a una nube de flechas que descargase sobre
un nuevo enemigo. Pero he aquí́ que se
trataba de una nube de amor, que caía sobre él y sobre toda la ciudad.
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