Publicado hoy en El Periodico de Aragón
En la Grecia y la Roma clásicas, la ocupación filosófica prioritaria era
cómo llegar a ser feliz, es decir, cuál es el camino que conduce a una forma de
vida y un estado de ánimo que proporcionen auténtico placer y ayuden a asumir
de forma positiva las desgracias y las frustraciones. La gente amaba la vida e
intentaba pasarlo bien, ahuyentando en lo posible la tristeza y los estados
depresivos. En resumidas cuentas, querían llevar una vida buena y una buena
vida, por lo que también aceptaban con naturalidad que la muerte debía ser
igualmente buena y digna. Acabar con la propia vida era un derecho socialmente
aceptado, e incluso la ley romana contemplaba el suicidio por cansancio de
vivir como un motivo aceptable, ya que la vida pertenece solo a cada persona,
que tiene plena autonomía para decidir libre y responsablemente cómo vivir y
cómo morir bien.
Sin embargo, en esa misma época los esclavos y los soldados tenían
prohibido suicidarse. Para el resto, se trataba incluso de un acto honorable,
pero soldados y esclavos no tenían ese derecho porque su vida no les
pertenecía: los soldados pertenecían al Estado y los esclavos, a su amo. Salvo
en esos casos, consideraban que bien vivir y bien morir es un acto de libertad
personal, que nadie puede suplantar o vedar, de tal modo que cualquier
pretensión de controlarlo atentaría contra el derecho inalienable de todos y de
cada uno a decidir sobre su vida y su muerte con plena autonomía.
Pues bien, los obispos católicos hispanos vuelven a arremeter contra la
timorata Ley Reguladora de los Derechos de la Persona ante el Proceso Final de
la Vida (conocida como ley de muerte digna) prevista para el próximo período de
sesiones parlamentarias. Hace unas fechas, el jerarca supremo del catolicismo
visigótico, Rouco Varela, concertó
con el católico militante ministro de la Presidencia, Ramón Jáuregui, que la iglesia católica no se opondría a la
mencionada Ley, al menos hasta que el señor Ratzinger hubiese visitado Madrid en agosto para la Jornada Mundial
de la Juventud y hasta haber constatado la colaboración del Gobierno español en
el éxito de dicha Jornada. Sin embargo, los obispos y las facciones más
reaccionarias de entre las huestes católicas ven en los plácidos molinos de
viento de esa Ley un intento de "colar la eutanasia", comparándola
con "la matanza de ancianos", por lo que vuelven a expresar su
condena respecto de la Ley de muerte digna.
Lo que realmente está en juego es la autonomía y la libertad de cada
persona. Los obispos critican "una concepción de la autonomía de la
persona como prácticamente absoluta", pues afirman que la vida y la muerte
pertenecen en último término a su dios, del que se declaran servidores e
intérpretes. Poco hay que comentar a este respecto: si así lo creen, no tienen
más que vivir y morir como crean conveniente, siempre que tuvieren claro que a
los demás nos asiste el derecho fundamental e inalienable de decidir libre y
responsablemente cómo vivir y morir bien y dignamente, y que nada ni nadie
puede negar o controlar tal derecho. MI autonomía es absoluta, pues depende de
mí, solo de mí y nada más que de mí mismo. Mi vida y mi muerte no pertenecen a
nadie, salvo a mí mismo, puesto que no tengo amo ni dueño.
En cualquier caso, la iglesia católica hispana no tendría el poder que
tiene si las instituciones públicas del Estado no se lo otorgasen de facto. Rouco Varela tendría los
mismos derechos y obligaciones, ni uno más ni uno menos, que mi vecino de
escalera, si Zapatero, Jáuregui, Bono o Juan Carlos de Borbón le reconociesen el mismo poder y los mismos
privilegios que a cualquier otro ciudadano. La iglesia católica sigue
recibiendo más de 10.000 millones de euros al año porque hasta el momento no ha
habido un Gobierno o un Parlamento que hayan resuelto derogar el Concordato de
1953 y los Acuerdos de 1979 entre el Estado español y el Vaticano. La iglesia
católica podría celebrar como cualquier otra institución privada su Jornada
Mundial de la Juventud con tal de que pagasen de su bolsillo los viajes y los
fastos, sin que el 50% estuviese financiado con dinero público, sin que Esperanza Aguirre obligase a los
centros públicos de enseñanza madrileños a entregar llaves, abrir puertas y
poner a disposición funcionariado público a los católicos que acuden a tal
evento privado.
En 1974, 40 personalidades de la ciencia y de la cultura, entre ellas
tres premios Nobel, dieron a conocer un Manifiesto
sobre la eutanasia, que, entre otras cosas, dice: “Creemos en el valor y en
la dignidad del individuo. Esto implica que se le trate con respeto y se le
deje libre para poder decidir razonablemente sobre su propia suerte”.
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