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Generalmente, suponemos que las ideas configuran lo que pensamos sobre las cosas y que las palabras son, a su vez, expresión de las ideas. Así, por ejemplo, si alguien dice: “Hay una nube grande y blanca en el cielo” , damos por supuesto que todos aquellos que conocen nuestro idioma entienden la misma realidad al escuchar esos sonidos y observar con los ojos el fenómeno denotado, y que -por consiguiente- todos y cada uno compartimos la misma idea de nube, cielo, blancura y grandeza.
Generalmente, suponemos que las ideas configuran lo que pensamos sobre las cosas y que las palabras son, a su vez, expresión de las ideas. Así, por ejemplo, si alguien dice: “Hay una nube grande y blanca en el cielo” , damos por supuesto que todos aquellos que conocen nuestro idioma entienden la misma realidad al escuchar esos sonidos y observar con los ojos el fenómeno denotado, y que -por consiguiente- todos y cada uno compartimos la misma idea de nube, cielo, blancura y grandeza.
En este mismo
orden de cosas, suponemos también que hay palabras, ideas y cosas rayanas en lo
deleznable, mientras que otras son sumamente excelsas (en tal caso, “belleza” y
“bondad” tendrían un rango mucho más elevado que, por ejemplo, “orina” o
“eructo”). Así, hemos ido construyendo una pirámide jerárquica de entidades,
conceptos y expresiones, en cuya cúspide morarían las realidades más
respetables y dignas. Consecuentemente, moverse en el ámbito de las cimeras es
altamente valorado y parece implicar la tenencia de un ánimo elevado y de altas
miras, mientras que, por el contrario, hacerlo en el de las inferiores es visto
como algo vulgar, poco refinado, e incluso sucio.
Sin embargo, no es seguro que las cosas funcionen así. Por
ejemplo, está por ver que las ideas sean grandes o pequeñas, o que palabras
tales como “justicia”, “bondad”, “democracia” o “patria” sean más importantes
que “mosca”, “lapicero” o “legaña”, así como sus realidades correspondientes. Sobre todo, la cuestión de
fondo consiste en determinar cuál es el criterio adoptado para establecer ese
escalafón graduado del mundo y de la vida. De hecho, una determinada
descripción de una parcela del mundo es primordialmente una proyección de la
concepción personal que se tiene de la realidad. Lo que ocurre es que
determinados individuos, llevados por
sus delirios de grandeza o de mesianismo, intentan convencer a los demás
de que su modo de ver las cosas es el mejor, el más acertado y el único
sostenible.
Dentro ya de esa dinámica evaluadora del mundo, surge como
fruto maduro todo un cúmulo de términos, enunciados, conceptos, principios y
ámbitos venerables y sagrados, que se nos inculcan desde la niñez como
indiscutibles. Así, por ejemplo, “salvación”, “patria”, “dios”, “monarquía”,
“ley”... Estas y otras muchas palabras no sólo pretenden revestirse de un
cierto carácter inviolable, sino que pueden ser empleadas indiscriminadamente
por cualquier grupo o tendencia, aun con intereses contrapuestos y objetivos muy
divergentes. Al final, el individuo acaba aplastado por su peso y por el temor
que le producen tales tótems improfanables. Sin embargo, basta analizar algunos
sermones religiosos, programas políticos o ciertas promesas hechas durante una
campaña electoral para caer en la cuenta de que no pocos de ellos están
preñados de grandilocuentes expresiones, vacías de contenido real. La historia
de las grandes palabras está repleta de atronadores partos de los montes: hacen
mucho ruido, pero cuando se las quiere tocar y escudriñar su contenido, son
simples pompas de jabón.
Llama la atención también que algunas de las grandes
palabras (“Estado”, “Dios”, “Papa”, “Iglesia”, “Patria”...) se sacralicen hasta
el punto de ser escritas con mayúscula. Las mayúsculas tienden a engullir la
realidad de las vivencias concretas, a cambio de nada, a la vez que fagotizan a
los seres humanos de carne y hueso.
A los adictos a las grandes palabras el grupo de pertenencia
les otorga identidad, a la vez que suple su falta de densidad personal. Tales
sujetos constituyen un peligroso fenómeno social, pues no se limitan a vivir
como consideran oportuno, sino que ponen su máximo empeño en que los demás,
quieran o no quieran, por las buenas o por las malas, se atengan a sus esquemas
de conducta.
Sin embargo, probablemente estas cosas no ocurren por azar.
Probablemente hay gente encargada de mover los hilos de la intolerancia y del
fanatismo, de manipular las fuentes de información, de desparramar bulos y
medias verdades por doquier, de amedrentar las mentes y los corazones de los
seres humanos en su propio beneficio. Es gente que profesionalmente vive del
miedo. Su negocio y su labor dependen de que su clientela tenga miedo. Para
ello necesitan mostrar un fetiche, al enemigo, al Mal, fuente de todos los
males: sólo el grupo propio es capaz de transformarlos milagrosa y automáticamente en
defensores y adalides del Bien. Sólo Dios y la Historia pueden juzgarles...
Todo lo que se les oponga es una amenaza potencial o real contra el Bien.
En realidad, el mayor peligro para la pervivencia de las
grandes palabras es que los seres humanos lleguen a pensar por sí mismos, duden, se pregunten,
cotejen, se informen, critiquen... Sin embargo, pocas veces se favorece desde
el poder al pensamiento, mucho menos el pensamiento crítico, y más bien se
suele tender a aquietar, a adormecer, a anestesiar. Y lo mismo ocurre con otras
instituciones que, no siendo directamente instrumentos oficiales del poder,
ejercen de hecho la más imponente de las dominaciones: la de las conciencias.
Así se explica cómo en buena parte de las guerras, conflictos, fanatismos,
odios, traiciones o enfrentamientos enquistados, haya estado la religión de por
medio.
Por otro lado, parece obvio que el rango o grado de
relevancia de las grandes palabras no depende de las cosas mismas que
presuntamente denotan, sino primordialmente de las personas que las
utilizan. Así, por ejemplo, el
sentido real y concreto de un lema como “orden, seguridad, bienestar” depende
de quien lo haya ideado y de quien lo reciba, pues por sí mismo tal lema es
radicalmente eunuco: depende de en qué manos caiga para ser utilizado o
esgrimido en un sentido u otro.
Es asombroso cómo a veces nos dejamos embaucar y amargar por
las grandes palabras. Hay quien sueña, por ejemplo, con encontrar un día al
gran Amor de su vida (guapo, inteligente, simpático, cariñoso, rico, alto y con
los ojos verdes...), pero al comparar su ideal con la persona de carne y hueso
que vive a su lado o le declara su interés, se le cae el mundo encima y se
siente profundamente desgraciado y frustrado. Al desear lo perfecto, nos
amargamos los buenos momentos de cada día. Al aspirar a la actividad
profesional ideal, nos sentimos cada jornada desgraciados y explotados. Al no
poseer una gran belleza, nos vemos feos o “poco” guapos. Al no haber Justicia
en el mundo, nos lavamos las manos ante la posibilidad de ser justos en nuestro
entorno...
A veces, las grandes palabras
matan lo bueno en nombre de lo perfecto.
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