miércoles, 8 de junio de 2011

El sufrimiento de las mujeres

Publicado hoy en El Periódico de Aragón
 
Más allá de la saturación política de las últimas semanas, palpita en carne viva, como eterno retorno de lo mismo, el sufrimiento de las mujeres. Emergen a la superficie de los noticiarios las asesinadas a manos de sus parejas o exparejas, pero miles de mujeres más sucumben diariamente a las palizas, las amenazas, las humillaciones, las vejaciones, las violaciones y el acoso expreso o encubierto de sus verdugos. En lo que va de año han muerto ya 28, y sobrevive a su infierno una multitud anónima de mujeres desdichadas, temerosas, víctimas del macho que les ha tocado en desgracia. Viejas y jóvenes, de todos los estratos sociales, que se han atrevido a denunciar o guardan silencio, que aguantan por los hijos, por la incertidumbre ante el futuro, por miedo, por falta de recursos, por depresión, por desesperación. El delito cometido es ser mujer. Más allá de la saturación política de estas últimas semanas, no debemos olvidar el sufrimiento de tantas mujeres.
De paso, tampoco podemos olvidar el punto exacto donde se originan los bienes y los males de una pareja: dos personas se quieren porque quieren; dos personas deciden compartir sus vidas porque libremente quieren. Por eso pronunciaron en la intimidad y en público ese “sí, yo quiero” o “sí, yo acepto”. El amor solo sabe vivir en libertad y muere sin ella. Más allá de las etiquetas oficiales, dos personas se quieren porque quieren libre y responsablemente quererse (perdón por el galimatías). Y así ha de ser cada día, cada instante, mientras perdure el amor. Quieren quererse sin dueños, sin amos, sin el peso muerto de los prejuicios que consolidan a priori las desigualdades y los desequilibrios.
El punto exacto donde se origina una pareja es ese (perdón otra vez por la aparente jerigonza) “te quiero porque quiero”. Jamás debería perderse de vista este comienzo original del amor y de la convivencia: dos personas viven juntas y comparten sus vidas no porque así conste en un documento o por la fuerza de la inercia cotidiana, sino porque cada una de esas personas quiere, superando la idea de que se es posesión de alguien, pues en tal caso la libertad quedaría anulada o asfixiada por la voluntad del presunto dueño; por lo general, el macho, en cueros vivos o maquillado mediante alguna suerte de artilugio políticamente correcto.
De hecho, no se puede poseer a alguien. Poseo bolígrafos y tenedores, servilletas y armarios roperos, coches y calendarios. La persona querida, en cambio, siempre es ella, otra, fuera de mi alcance real, de mis previsiones y suposiciones. Por eso la persona celosa se rompe una y otra vez la crisma contra el muro de la libertad del otro. Puede quizá llegar a imponer dictatorialmente sus reglas y sus fantasmas interiores, pero no puede obligar a querer, a amar, a que cada cual disponga de un reducto infranqueable donde vivir y soñar y desear como quiera, cuando quiera  y a quien quiera. El amor puede quedar transformado en afán delirante de posesión a cualquier precio, sin excluir la aniquilación o el maltrato del otro. La única conquista posible para el celoso se reduce entonces a la toma por la fuerza, a la amenaza, al tormento. Frente a todo ello y sin incurrir en tópicos, la esperanza reside solo en una buena educación.
Educar no consiste solo en alimentar o instruir. O el niño y el joven respiran desde el albor de su consciencia el aire del respeto, la libertad y la confianza, o el sufrimiento de las mujeres está condenado a seguir anclado en la fugaz superficie de la crónica de sucesos. Se debe educar siempre y en todas partes: en la escuela y en la casa familiar, en la calle y en los medios de comunicación. O se metaboliza desde la más temprana edad el amor en la libertad y la libertad en el amor, o los discursos y los consejos entrarán por un oído y saldrán por el otro.
Desde esa educación real va formando parte de la propia carne que el amor solo sabe ser  libre, de tal forma que se ama y se es amado por la necesidad  de vivir mejor, de sentirse mejor, por placer, por gusto, como efusión vital de uno mismo en el ser amado. Querer a otro es desear su bien. Y el bien propio lo elige libremente cada uno, en libertad incondicional Sin embargo, no son pocos los que buscan compulsivamente que les quieran como prueba de su maltrecha autoestima. Sienten de hecho tan poco aprecio por sí mismos, que quieren arrancarlo por la fuerza, a base de insultos y golpes.
A costa del sufrimiento de las mujeres.

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