Publicado hoy en El Periódico de Aragón
Más allá de la saturación política de las últimas semanas, palpita en
carne viva, como eterno retorno de lo mismo, el sufrimiento de las mujeres.
Emergen a la superficie de los noticiarios las asesinadas a manos de sus
parejas o exparejas, pero miles de mujeres más sucumben diariamente a las
palizas, las amenazas, las humillaciones, las vejaciones, las violaciones y el
acoso expreso o encubierto de sus verdugos. En lo que va de año han muerto ya
28, y sobrevive a su infierno una multitud anónima de mujeres desdichadas,
temerosas, víctimas del macho que les ha tocado en desgracia. Viejas y jóvenes,
de todos los estratos sociales, que se han atrevido a denunciar o guardan
silencio, que aguantan por los hijos, por la incertidumbre ante el futuro, por
miedo, por falta de recursos, por depresión, por desesperación. El delito
cometido es ser mujer. Más allá de la saturación política de estas últimas
semanas, no debemos olvidar el sufrimiento de tantas mujeres.
De paso, tampoco podemos olvidar el punto exacto donde se originan los
bienes y los males de una pareja: dos personas se quieren porque quieren; dos
personas deciden compartir sus vidas porque libremente quieren. Por eso
pronunciaron en la intimidad y en público ese “sí, yo quiero” o “sí, yo
acepto”. El amor solo sabe vivir en libertad y muere sin ella. Más allá de las
etiquetas oficiales, dos personas se quieren porque quieren libre y
responsablemente quererse (perdón por el galimatías). Y así ha de ser cada día,
cada instante, mientras perdure el amor. Quieren quererse sin dueños, sin amos,
sin el peso muerto de los prejuicios que consolidan a priori las desigualdades
y los desequilibrios.
El punto exacto donde se origina una pareja es ese (perdón otra vez por
la aparente jerigonza) “te quiero porque quiero”. Jamás debería perderse de
vista este comienzo original del amor y de la convivencia: dos personas viven
juntas y comparten sus vidas no porque así conste en un documento o por la
fuerza de la inercia cotidiana, sino porque cada una de esas personas quiere,
superando la idea de que se es posesión de alguien, pues en tal caso la
libertad quedaría anulada o asfixiada por la voluntad del presunto dueño; por
lo general, el macho, en cueros vivos o maquillado mediante alguna suerte de
artilugio políticamente correcto.
De hecho, no se puede poseer a alguien. Poseo
bolígrafos y tenedores, servilletas y armarios roperos, coches y calendarios.
La persona querida, en cambio, siempre es ella, otra, fuera de mi alcance real,
de mis previsiones y suposiciones. Por eso la persona celosa se rompe una y
otra vez la crisma contra el muro de la libertad del otro. Puede quizá llegar a
imponer dictatorialmente sus reglas y sus fantasmas interiores, pero no puede
obligar a querer, a amar, a que cada cual disponga de un reducto infranqueable
donde vivir y soñar y desear como quiera, cuando quiera y a quien quiera. El amor puede quedar
transformado en afán delirante de posesión a cualquier precio, sin excluir la
aniquilación o el maltrato del otro. La única conquista posible para el celoso
se reduce entonces a la toma por la fuerza, a la amenaza, al tormento. Frente a
todo ello y sin incurrir en tópicos, la esperanza reside solo en una buena
educación.
Educar no consiste solo en alimentar o
instruir. O el niño y el joven respiran desde el albor de su consciencia el
aire del respeto, la libertad y la confianza, o el sufrimiento de las mujeres
está condenado a seguir anclado en la fugaz superficie de la crónica de
sucesos. Se debe educar siempre y en todas partes: en la escuela y en la casa
familiar, en la calle y en los medios de comunicación. O se metaboliza desde la
más temprana edad el amor en la libertad y la libertad en el amor, o los
discursos y los consejos entrarán por un oído y saldrán por el otro.
Desde esa educación real va formando parte de
la propia carne que el amor solo sabe ser
libre, de tal forma que se ama y se es amado por la necesidad de vivir mejor, de sentirse mejor, por
placer, por gusto, como efusión vital de uno mismo en el ser amado. Querer a
otro es desear su bien. Y el bien propio lo elige libremente cada uno, en
libertad incondicional Sin embargo, no son pocos los que buscan compulsivamente
que les quieran como prueba de su maltrecha autoestima. Sienten de hecho tan
poco aprecio por sí mismos, que quieren arrancarlo por la fuerza, a base de
insultos y golpes.
A costa del sufrimiento de las mujeres.
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