A veces tenemos la impresión de hallarnos en un laberinto.
No sabemos por dónde salir o hacia dónde dirigir nuestros pasos. Nos sentimos
“perdidos”. Cada segundo pesa como plomo en nuestro corazón. Cada paso parece
costarnos un gran esfuerzo. En ocasiones, explicar el mal momento
declarándonos, medio en broma, medio en serio, “en crisis”. Otras veces, en cambio, no sucede nada, literalmente nada,
salvo la monótona cotidianidad de la vida, con su aburrido andar hacia ningún
lado. Parece entonces cumplirse lo que
León Felipe escribe en uno de sus poemas: “No es lo que me trae cansado este camino de ahora. No cansa una vuelta
sola. Cansa estar todo el día, hora tras hora...; y día tras día, un año...; y
año tras año, una vida... dando vueltas a la noria...”
Una de las reacciones más habituales consiste en huir de los
problemas, en darles esquinazo; o en intentar ahogarlos en el anonimato, en el
ruido, en la modorra, en el alcohol, en el trabajo, en la fiesta, en el
televisor, en los tópicos, en el embrutecimiento, en cualquier coartada que
resulte mínimamente creíble; o también en rechazar cualquier clase de
responsabilidad y acusar sistemáticamente a los demás del desaguisado. Sin
embargo, tales “soluciones” son una simple huída hacia adelante, en una carrera
cada vez más acelerada, sin rumbo. Son un espejismo o, como mucho, un analgésico.
Quizá lo primero que se debería tener en cuenta es que nada
en la vida carece de importancia, ni es tan negativo o tan opaco como pudiera
parecer en un primer momento. En cualquier situación, aun en las que nos
parecen más estúpidas o grises, estamos eligiendo quiénes queremos ser y cómo
queremos conformar nuestra vida. En otras palabras, la salida real, la solución efectiva de cualquier problema
pasa por encontrarnos previamente con nosotros mismos.
Querámoslo o
no, en cada situación “nos va la
vida”, es decir, estamos implicados en la aventura de vivir. En mi vida “me va
la vida”, en mi ser “me va ser” de
una forma o de otra. Por consiguiente, lamentarnos o lavarnos las manos ante lo
que somos -como si nada tuviéramos que ver con nosotros mismos- es una
irresponsabilidad: somos el
resultado de nuestra propia libertad, es decir, de lo que hemos decidido llegar
a ser, paso a paso, decisión a decisión.
No tengo forma de desembarazarme de mí mismo. Cada
situación, hecho o decisión me enfrenta a mí mismo, me pone en el brete de
decidir qué hago con la vida y en la vida. No me puedo tirar al cubo de la
basura u ocultarme en el baúl de cualquier desván. Incluso cuando no quiero
pensar en ello, cuando intento huir por todos los medios del problema o no
“complicarme la vida”, estoy optando por un modo de conducirme en el mundo, por
una forma determinada de vivir: concretamente, vivir “fuera de mí”, diluido entre las cosas y los demás, sin
identidad propia.
De hecho, cuando estamos “perdidos”, la única vía real de
salida conduce a volver a encontrarnos, a reencontrarnos, incluso en algunos
casos a encontrarnos por primera vez. Difícilmente puede alguien dedicarse a
algo o alguien, si antes no se tiene o no se ha encontrado a sí mismo. En otras
palabras, la necesidad de un previo y positivo ensimismamiento, lejos de
rechazar o impedir la apertura a los demás, la posibilita e impulsa. Sólo quien
se ha adentrado en sí mismo es capaz de verdadera amistad y amor: mal puede alguien
luchar por un mundo mejor si flota en la pura enajenación. De hecho, quien más
empeño suele poner siempre en estar rodeado a cualquier precio del gentío es el
que no soporta estar solo, a solas, consigo mismo.
A todo ser humano se le plantean tarde o temprano casi las
mismas cuestiones estudiadas a lo largo y ancho de la historia del pensamiento:
la muerte, el sentido de la existencia, la transcendencia, la libertad, los
derechos humanos, la reencarnación, la felicidad... Pero también hay cuestiones
más simples, más cercanas, y no de menor importancia (aunque, a fin de cuentas,
vienen a ser las mismas). Tales preguntas y otras muchas de este estilo son
llaves que abren posibles mundos diferentes, según sea la respuesta que
encontremos. Lo que ocurre es que las respuestas no están en un cajón mágico, a
nuestra simple disposición. Más bien, se descubren algunas de sus caras en lo
más inesperado. Lo único que, en principio, está en nuestra mano es permanecer
atentos y no quedar vencidos por la somnolencia. Pues bien, este permanente cuestionamiento de la vida y a la
vida se opone frontalmente al olvido sistemático de uno mismo. Existir de una
forma humana, consciente y reflexiva, implica regalarnos la oportunidad de hallarnos,
tocarnos, sentirnos, hablarnos, vivirnos y querernos, es decir, la oportunidad
de que se manifieste uno de los bienes más valiosos, también más escasos: uno mismo, tantas veces el gran
olvidado.
Recuerdo a este respecto que en una clase de ética de
segundo curso del antiguo BUP un muchacho declaraba, entre ufano y avergonzado,
que él no era tan “gilipollas” como para devolver a un vecino de su barrio el
sobre de la paga mensual que éste había perdido aquella misma noche en la
calle. Cuando le pregunté cómo se sentiría al recordar que aquel hombre se había ganado aquel
dinero con su trabajo y que seguramente lo necesitaría para alimentar a los
suyos, pagar facturas, etc, me miró de soslayo, a la vez que mascullaba:
“procuraría no pensarlo”. A mi modo de ver, lo preocupante de esta anécdota no
es tanto que este adolescente decidiese no devolver el dinero a su legítimo
dueño, ni siquiera sus presuntas razones para justificar su proceder, cuanto su
reconocimiento, más o menos explícito, de que la forma de afrontar posibles
conflictos consiste en “no pensar”.
A menudo vivimos con tanto ruido a nuestro alrededor, con
tantos cosas en nuestra cabeza, con tanto estruendo en nuestro interior, que no
nos percatamos de que corremos el riesgo de ir desapareciendo poco a poco,
diluidos, sin contornos, sin vida propia. Dedicamos horas y horas a ver la televisión, a beber sin
criterio, a trabajar sin corazón,
a aburrirnos resignadamente, sobre todo a deambular sin sentido por los días y
las semanas, y, en cambio, parece que tenemos verdadera alergia a dedicar
algunos minutos al día a nosotros mismos, a degustar la vida desde otras
perspectivas, más hondas.
Es preciso “perderse”, para poder encontrarse, incluso para
llegar a conocerse realmente por primera vez. Sin prisas, sin plazos, sin
condiciones, con el ánimo claro, con la inocencia de un niño, con el peso de la existencia a cuestas,
hay que contemplar la vida cara a cara. Es la hora de las preguntas, de la
verdad, de afrontar nuestra realidad, de reconocernos a nosotros mismos, de
aceptar unas cosas, de rechazar otras, de tomar decisiones, de no ir al pairo
por la vida. Quien día a día,
“perdido en la sierra”, se esfuerza por atisbar con su mirada los horizontes de
la vida se sabrá también solo. Sin embargo, lejos de temer la soledad, la
aceptará como una forma privilegiada de mantener nítida e intensamente la
dimensión humana del mundo.
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