martes, 21 de junio de 2011

Las ventajas de perderse un buen rato en la sierra


A veces tenemos la impresión de hallarnos en un laberinto. No sabemos por dónde salir o hacia dónde dirigir nuestros pasos. Nos sentimos “perdidos”. Cada segundo pesa como plomo en nuestro corazón. Cada paso parece costarnos un gran esfuerzo. En ocasiones, explicar el mal momento declarándonos, medio en broma, medio en serio,  “en crisis”. Otras veces, en cambio,  no sucede nada, literalmente nada, salvo la monótona cotidianidad de la vida, con su aburrido andar hacia ningún lado. Parece entonces cumplirse lo que  León Felipe escribe en uno de sus poemas: “No es lo que me trae cansado este camino de ahora. No cansa una vuelta sola. Cansa estar todo el día, hora tras hora...; y día tras día, un año...; y año tras año, una vida... dando vueltas a la noria...”
Una de las reacciones más habituales consiste en huir de los problemas, en darles esquinazo; o en intentar ahogarlos en el anonimato, en el ruido, en la modorra, en el alcohol, en el trabajo, en la fiesta, en el televisor, en los tópicos, en el embrutecimiento, en cualquier coartada que resulte mínimamente creíble; o también en rechazar cualquier clase de responsabilidad y acusar sistemáticamente a los demás del desaguisado. Sin embargo, tales “soluciones” son una simple huída hacia adelante, en una carrera cada vez más acelerada, sin rumbo. Son un espejismo o,  como mucho, un analgésico.
Quizá lo primero que se debería tener en cuenta es que nada en la vida carece de importancia, ni es tan negativo o tan opaco como pudiera parecer en un primer momento. En cualquier situación, aun en las que nos parecen más estúpidas o grises, estamos eligiendo quiénes queremos ser y cómo queremos conformar nuestra vida. En otras palabras,  la salida real, la solución efectiva de cualquier problema pasa por encontrarnos previamente con nosotros mismos.
 Querámoslo o no,  en cada situación “nos va la vida”, es decir, estamos implicados en la aventura de vivir. En mi vida “me va la vida”, en mi ser “me va  ser” de una forma o de otra. Por consiguiente, lamentarnos o lavarnos las manos ante lo que somos -como si nada tuviéramos que ver con nosotros mismos- es una irresponsabilidad:  somos el resultado de nuestra propia libertad, es decir, de lo que hemos decidido llegar a ser, paso a paso, decisión a decisión.
No tengo forma de desembarazarme de mí mismo. Cada situación, hecho o decisión me enfrenta a mí mismo, me pone en el brete de decidir qué hago con la vida y en la vida. No me puedo tirar al cubo de la basura u ocultarme en el baúl de cualquier desván. Incluso cuando no quiero pensar en ello, cuando intento huir por todos los medios del problema o no “complicarme la vida”, estoy optando por un modo de conducirme en el mundo, por una forma determinada de vivir: concretamente, vivir  “fuera de mí”, diluido entre las cosas y los demás, sin identidad propia.
De hecho, cuando estamos “perdidos”, la única vía real de salida conduce a volver a encontrarnos, a reencontrarnos, incluso en algunos casos a encontrarnos por primera vez. Difícilmente puede alguien dedicarse a algo o alguien, si antes no se tiene o no se ha encontrado a sí mismo. En otras palabras, la necesidad de un previo y positivo ensimismamiento, lejos de rechazar o impedir la apertura a los demás, la posibilita e impulsa. Sólo quien se ha adentrado en sí mismo es capaz de verdadera amistad y amor: mal puede alguien luchar por un mundo mejor si flota en la pura enajenación. De hecho, quien más empeño suele poner siempre en estar rodeado a cualquier precio del gentío es el que no soporta estar solo, a solas, consigo mismo.
A todo ser humano se le plantean tarde o temprano casi las mismas cuestiones estudiadas a lo largo y ancho de la historia del pensamiento: la muerte, el sentido de la existencia, la transcendencia, la libertad, los derechos humanos, la reencarnación, la felicidad... Pero también hay cuestiones más simples, más cercanas, y no de menor importancia (aunque, a fin de cuentas, vienen a ser las mismas). Tales preguntas y otras muchas de este estilo son llaves que abren posibles mundos diferentes, según sea la respuesta que encontremos. Lo que ocurre es que las respuestas no están en un cajón mágico, a nuestra simple disposición. Más bien, se descubren algunas de sus caras en lo más inesperado. Lo único que, en principio, está en nuestra mano es permanecer atentos y no quedar vencidos por la somnolencia.  Pues bien, este permanente cuestionamiento de la vida y a la vida se opone frontalmente al olvido sistemático de uno mismo. Existir de una forma humana, consciente y reflexiva, implica regalarnos la oportunidad de hallarnos, tocarnos, sentirnos, hablarnos, vivirnos y querernos, es decir, la oportunidad de que se manifieste uno de los bienes más valiosos, también más escasos:  uno mismo, tantas veces el gran olvidado.
Recuerdo a este respecto que en una clase de ética de segundo curso del antiguo BUP un muchacho declaraba, entre ufano y avergonzado, que él no era tan “gilipollas” como para devolver a un vecino de su barrio el sobre de la paga mensual que éste había perdido aquella misma noche en la calle. Cuando le pregunté cómo se sentiría al recordar que  aquel hombre se había ganado aquel dinero con su trabajo y que seguramente lo necesitaría para alimentar a los suyos, pagar facturas, etc, me miró de soslayo, a la vez que mascullaba: “procuraría no pensarlo”. A mi modo de ver, lo preocupante de esta anécdota no es tanto que este adolescente decidiese no devolver el dinero a su legítimo dueño, ni siquiera sus presuntas razones para justificar su proceder, cuanto su reconocimiento, más o menos explícito, de que la forma de afrontar posibles conflictos consiste en “no pensar”.
A menudo vivimos con tanto ruido a nuestro alrededor, con tantos cosas en nuestra cabeza, con tanto estruendo en nuestro interior, que no nos percatamos de que corremos el riesgo de ir desapareciendo poco a poco, diluidos, sin contornos, sin vida propia. Dedicamos horas y horas  a ver la televisión, a beber sin criterio, a trabajar  sin corazón, a aburrirnos resignadamente, sobre todo a deambular sin sentido por los días y las semanas, y, en cambio, parece que tenemos verdadera alergia a dedicar algunos minutos al día a nosotros mismos, a degustar la vida desde otras perspectivas, más hondas.
Es preciso “perderse”, para poder encontrarse, incluso para llegar a conocerse realmente por primera vez. Sin prisas, sin plazos, sin condiciones, con el ánimo claro, con la inocencia de un niño,  con el peso de la existencia a cuestas, hay que contemplar la vida cara a cara. Es la hora de las preguntas, de la verdad, de afrontar nuestra realidad, de reconocernos a nosotros mismos, de aceptar unas cosas, de rechazar otras, de tomar decisiones, de no ir al pairo por la vida.  Quien día a día, “perdido en la sierra”, se esfuerza por atisbar con su mirada los horizontes de la vida se sabrá también solo. Sin embargo, lejos de temer la soledad, la aceptará como una forma privilegiada de mantener nítida e intensamente la dimensión humana del mundo.

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