Publicado en Izquierda Digital
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Hace 2.400 años se planteó en Atenas la cuestión de en qué podemos
basarnos para afirmar o negar la legitimidad de una determinada ley. Algunos
invocaban la naturaleza, pero los atenienses, grandes viajeros, habían
observado de sobra que espartanos, tebanos o egipcios tienen la misma
naturaleza humana, pero también leyes muy distintas, cuando no opuestas y
contradictorias. Otros apelaban a los dioses, pero bastaba a los atenienses con
salir de la ciudad para constatar que cada pueblo y nación tenían dioses
distintos a los que atribuir que una ley responde a la voluntad divina de turno.
Ante este panorama, los atenienses concluyeron que la legitimidad básica de una
ley o una norma moral se basa en la voluntad popular, cristalizada en la
votación ciudadana de la asamblea de Atenas.
Desde entonces, la cuestión, lejos de resolverse definitivamente, emerge
una y otra vez a la superficie de los diversos tiempos y culturas. Así, hace
unos días, los obispos católicos hispanos han llegado a afirmar, a raíz de la
Ley Reguladora de los Derechos de la Persona ante el Proceso Final de la Vida
(conocida como ley de muerte digna), que la legitimidad de una ley no viene
originada por la voluntad del pueblo a través de sus legítimos representantes
en el Parlamento. No revelan, sin embargo, descontadas unas frases inconcretas,
cuáles son sus verdaderas convicciones e intenciones. Abramos, pues, la caja
craneal de los jerarcas católicos hispanos, adentrémonos en sus
circunvoluciones cerebrales, y saquemos a la luz qué piensan realmente sobre el
asunto.
Sobre conceptos básicamente escolásticos, los obispos creen que su dios
creó todo ordenado y regulado, de tal modo que el macrocosmos y el microcosmos
se rige por lo que ellos denominan “ley eterna” (según esto, las leyes de la
termodinámica, Mendel o Copérnico son simples aproximaciones a esa “ley eterna” divina). Dentro del
mundo y natural y humano, esas leyes cósmicas eternas se concretan como “ley
natural”, que los seres humanos podemos llegar a conocer (por ejemplo, forma
parte de las leyes naturales la supervivencia, el deseo de conocer, la
libertad, la procreación, la sociabilidad, etc.). Sin embargo, como la
naturaleza humana está dañada debido al “pecado original” de nuestros primeros
ancestros y somos medio zotes, el dios de los obispos tuvo a bien dejarlo todo
claro para que nos conduzcamos moralmente bien en la vida, por lo que legó unos
mandamientos y preceptos concretos (ley positiva divina) en el Sinaí y en sus
libros sagrados. Por último, a los representantes e intérpretes oficiales de la
voluntad divina (Papas, obispos e iglesias) les corresponde asimismo el derecho
a explicitar aún más las obligaciones morales de los humanos, por lo que
legislan, ordenan y prohíben en sus “mandamientos de la santa madre iglesia”
(ley positiva sagrada, eclesial).
Pues bien, los obispos hispanos y del orbe entero sostienen que cualquier
ley humana está subordinada incondicionalmente a las leyes divinas y
eclesiales, superiores y por encima de cualquier ley establecida en un país o
una sociedad. Al oír que a la Constitución de un país se la tiene por la Ley
suprema de la que dimanan el resto de las leyes y las normas, callan y piensan
para sus adentros que están en posesión de la Verdad (en mayúscula), bajo cuya
luz cualquier ley humana debe estar en consonancia con sus leyes (en el fondo,
con ellos mismos). Si los obispos están en desacuerdo con una determinada ley
(por ejemplo, de la muerte digna), la declararán “injusta” y dictaminarán que
“no debe ser obedecida”.
Los obispos han conculcado cuando les ha convenido el “derecho a la vida”
al que tanto aluden. Han quemado, torturado, asesinado, llamado a guerras
sangrientas, según sus intereses. Recuerdan el “no matarás” del Éxodo y
silencian que exterminó a todos los humanos y seres vivos de La tierra salvo a
Noé, su familia y los animales del arca, o que mandó a su pueblo elegido
asesinar a todo bicho viviente de las ciudades por donde pasaran, salvo a las
mujeres, los niños y el ganado que fueran aprovechables. En el fondo, dicen y
callan, hacen y deshacen a su conveniencia.
Estos días los obispos españoles han ido aún mucho más allá: según ellos,
las leyes que consideran no concordes con las suyas “ponen en cuestión la
legitimidad de los poderes públicos que las elaboran y aprueban”, lo cual
asociamos muchos a pasadas llamadas a cruzadas golpistas contra el poder legítimo
de nuestro país. La tesis episcopal, tal cual, puede ser entendida como una
legitimación del golpe de Estado. Por otro lado, cuestionan la legitimidad de
regímenes que se ajustan a sus normativas, pero a lo largo de la historia y
ateniéndonos a los hechos, les han parecido de perlas los regímenes de Franco,
Hitler, Mussolini, Videla, Pinochet, Stroessner y un largo etcétera más.
¿Cuándo aceptarán los obispos y el mundo militante ultracatólico que
vivimos en un país constitucionalmente aconfesional, que deberían ser, de
derecho, ciudadanos de un país con los mismos derechos u obligaciones que
cualquier otro ciudadano? ¿Cuándo acatarán las leyes aprobadas en el parlamento
por los únicos representantes legítimos de la ciudadanía? NUNCA. Si no tienen
otro remedio, se amoldarán camaleónicamente a las circunstancias del país, pero
sus posiciones de base seguirán siendo las mismas, pues se sienten escogidos al
poseer su ley eterna, su ley natural, su ley positiva divina y su ley positiva
eclesiástica.
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