Publicado en El Periódico de Aragón
El domingo pasado informaba EL PERIÓDICO DE ARAGÓN de que más de veinte
personas, la mayoría ancianas, han muerto solas en sus casas durante el mes de
agosto y los primeros días de septiembre en Zaragoza (cabe preguntarse cuantos
centenares de personas más murieron en condiciones similares solo en España).
La realidad a la que alude Rajoy
como culpable de la crisis no reside tanto en los mercados, la prima de riesgo
o las condiciones del rescate, cuanto en el lapso entre el primero y el último
estertor de esos solitarios ancianos abandonados.
No tuvieron oportunidad de pedir auxilio, de musitar un último adiós a un
ser querido o sentir un quedo beso en su frente. Su último mensaje fue solo una
hosca prueba de su desventura: un buzón cada vez más lleno de papeles
publicitarios, unas persianas en la misma posición durante días, un mal olor
harto sospechoso. Mientras leía la noticia, iba deseándoles a todos y a cada
uno el final corto y dulce que apenas conocieron en vida, una gratificante
centella liberadora en su conciencia, un último suspiro de alivio y descanso.
Me acordé de inmediato también de tantos politicastros que estrangulan
servicios públicos de primaria necesidad, que mal gestionan la ley de
dependencia con la misma futilidad que portan en sus almas. Han recortado el
21% en educación y cultura, el 25% en ayudas a la investigación, el 65% en
ayuda al desarrollo, pero solo el 9% en ese desvariado eufemismo llamado
“Defensa”. A cada ciudadano nos corresponden 368 euros para costear el gasto
militar anual y a cada uno de los veintitantos fallecidos solos en sus casas el
mes pasado en Zaragoza también le correspondía 368 euros, que aumentaron hace
unos días al aprobar el Consejo de Ministros un crédito extraordinario de 1.782
millones de euros para pagar las deudas contraídas por compra de armamento
(entre 27.000 y 30.000 millones de euros). Como es sabido, Pedro Morenés presidía antes de ser nombrado ministro de Defensa
varias empresas de construcción y venta de armamento.
España es un país donde la muerte cruel de animales ante miles de
personas se convierte en fiesta nacional o rutilantes tradiciones locales,
donde histriónicos soldados pagados con el dinero de todos se declaran novios
de la muerte, donde la ciudad de Zaragoza aún tiene dedicada una calle al
general franquista Millán Astray,
que profirió en Salamanca el “necrófilo e insensato” grito "¡Viva la
muerte!", contestado dignamente por Miguel
de Unamuno, donde perviven en el escudo de Aragón cuatro cabezas degolladas
de moros…
Ese mismo domingo, leíamos en este mismo diario que Anna Soubry, ministra británica de Sanidad, pide legalizar el
suicidio médicamente asistido o el derecho de cada persona a decidir libre y
responsablemente el momento y la forma de acabar su vida, pues le parece
“atroz, ridícula y espantosa” una legislación que obliga a una persona a tener
que viajar al extranjero para ello. Sobre muchos países europeos, incluida
España, sobrevuelan prejuicios ideológicos que llevan a calificar
asombrosamente como triunfo leyes canijas sobre muerte digna, cautivas de los
dictados morales de algunas confesiones religiosas, especialmente la católica.
Frente a ello, cabe ante todo vindicar la dignidad de toda vida y de toda
muerte, incluidas las de esas veinte personas muertas solas en Zaragoza. Es
difícil morir bien si se vive mal. Es un acto de hipocresía social hablar de
muerte digna si no se está dispuesto a emplear todos los medios y empeñar todas
las fuerzas en hacer la vida digna. De hecho, me siento indigno cada vez que se
me hacen presentes las decenas de miles de seres humanos que viven y mueren
cada día indignamente en el mismo planeta que habito.
Sin conciencia alguna (no solo moral, sino simplemente mental) de lo que
van perpetrando diariamente, deciden nuestros gobernantes, guiados sumisamente
a su vez por los señores del dinero, las finanzas, la especulación, las armas y
el poder en general, que viven magníficamente en sus inmaculados fanales de la
acumulación y la explotación,.
La realidad de la crisis son sus consecuencias directas sobre los
estratos más débiles y abandonados de la población. Mientras unos pocos hablan
de salvar o no el euro, otros muchos a duras penas sobreviven en la soledad, la
falta de recursos mínimos, el deterioro físico y anímico, hasta llegar a la
indignidad de una vida indigente y una muerte rodeada de dolorosas incógnitas,
que solo unos cuantos bomberos descubren al cabo de unos días con un espanto
renovado en cada nuevo caso.
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