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Proclamamos una vez más la majestad de nuestra República,
la inquebrantable voluntad de nuestro civismo y la permanencia de las
glorias españolas cifradas en sus instituciones libremente dadas por la
nación. (Azaña)
Llegará el día en que se
hablará con asombro de un tiempo y un país en el que gran parte de la
prensa libre y la izquierda de siglas adoptaron una actitud cortesana
difícilmente comprensible en lo que se supone que es un Estado
democrático. Llegará el día en que muchos se pregunten por qué se aceptó
con tanta sumisión que el sucesor de Franco en la Jefatura del Estado
se mantuviera en ella durante décadas sin el refuerzo no ya de un
plebiscito, sino ni tan siquiera de un debate libre, sin que la forma de
Gobierno fuese un asunto tabú. Llegará el día en que no resulte fácil
entender por qué una supuesta democracia no reivindicó la memoria de
quienes tuvieron que abandonar su país por razones políticas. Llegará el
día -y creo que no está muy lejano- en el que la transición no sea un
mito, y se perciba con nitidez y sin prejuicios que lo que se hizo tras
la muerte de Franco fue una especie de repetición -mutatis mutandis- de
la Restauración canovista, con su bipartidismo y caciquismo en lo
político. Y que la izquierda de siglas aceptó ese juego. Llegará el día
en el que resulte muy difícil explicar que los grandes partidos no se
pronunciasen sobre determinados lances. Pongamos como ejemplo el
reciente episodio que tuvo como protagonistas al Monarca y a su chófer,
lance que viene produciendo hilaridad, pero que deja perplejos a quienes
se preguntan qué es lo que está pasando en este país.
Imagine el
lector por un momento que hubiese documentos gráficos que plasmasen que
Rajoy o Rubalcaba se comportasen de esa guisa con su chófer. La catarata
de declaraciones sería arrolladora, y los calificativos, inequívocos.
Y, sin embargo, la España oficial, incluidos grandes partidos y
sindicatos, no se pronuncia al respecto. Y, aun así, lo cierto es que
hay constancia de lo sucedido en una ciudadanía, atónita y crispada, que
ve que, en la España oficial, todo el mundo pierde, como poco, los
nervios.
Más allá de los chascarrillos y del humor facilón,
alguien debería preguntarse si es de recibo que se trate de ese modo a
un ciudadano en el ejercicio de su trabajo. Y alguien debería
preguntarse también la relación que aconteceres así pueden guardar con
un desprestigio que, por méritos propios, va en aumento, tal y como lo
atestiguaba una encuesta que publicó recientemente un diario nacional,
muy monárquico, por cierto, cuyos resultados daban cuenta del aumento
creciente de ciudadanos que, llegado el caso, se pronunciarían por la
República. Y el referido aumento es muy grande en los últimos quince
años, el período que, al decir de Ortega, marca el tiempo de mando de
una generación.
Y, por otro lado, cabe pensar que los grandes
partidos empiezan a ser conscientes de que la opción republicana podría
ir mucho más allá de un cambio en la Jefatura del Estado, es decir, que
implicaría, como ocurrió en su momento, una regeneración política de
arriba abajo y de abajo arriba, que no les dejaría mucho margen a los
dos partidos turnantes de esta segunda Restauración borbónica.
La
desafección y el desapego ciudadanos abarcan hoy, como hace cien años, a
lo que Ortega llamaría en 1914 «la España oficial», una España oficial
con políticos cada vez más mediocres y con una Monarquía que no pasa
precisamente por su mejor momento.
En un país como éste, donde los
dos grandes partidos vienen demostrando de continuo que son parte
importante del problema pero que están muy lejos de ser la solución, la
Monarquía no es ajena a escandaleras mediáticas y al desprestigio. Y, se
quiera o no, ya ha dejado de ser intocable.
Lo que queda es un
largo camino para el debate. Y para la regeneración, que nunca saldrá de
la podredumbre de un bipartidismo que tanto contribuyó a arruinar el
país, tanto por sus corruptelas y abusivos privilegios como también por
su ineficiencia y creciente mediocridad.
La pregunta retórica más
importante del momento es si cabe creer que la Monarquía puede seguir
intacta en tanto sus escuderos más fieles, esto es, los dos grandes
partidos con sus respectivas impedimentas mediáticas, viven
merecidamente las horas más bajas desde la transición a esta parte.
Añádase a ello que hay comportamientos y lances que, por sí solos, son
nocivos para la institución a la que se dice representar.
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