domingo, 29 de marzo de 2015

Cuando solo hay dolor, no hay lugar para las palabras




PUBLICADO HOY EN EL HUFFINGTON POST

Metido estoy desde el jueves en un pozo negro, profundo, oscuro: la mente de Andreas Lubitz, copiloto del avión de Lufthansa, que estrelló voluntariamente el aparato con todos sus viajeros y tripulación en un valle de los Alpes. No puedo, no quiero salir de allí. Me dicen que, según un informe de la policía del Land germano de Renania-Palatinado, estaba deprimido y en tratamiento Andreas, un hombre de 27 años con demasiada inexperiencia aún en la navegación comercial aérea, con padre, madre, amigos, familia, compañeros de jarras de cerveza y alguna que otra muchacha enamorada de ese joven amigo prometedor.

Estoy metido en ese pozo negro y ya he renunciado a plantearme cualquier cosa, ya que son preguntas que renuncian a la lógica y sus posibles respuestas sobrenadan en lo absurdo. Desde hace años estoy convencido de que todos los seres humanos tenemos derecho a disponer libre y responsablemente de nuestra propia vida, como continuación natural del derecho a una vida digna. Solo la libertad de conciencia de cada persona debe decidir el momento y las circunstancias de su muerte digna y ninguna institución o ideología están legitimadas para suplantar o anular la conciencia, la libertad y el derecho de cada persona a decidir y disponer sobre su propia vida y su propia muerte. Por esta misma razón, nada ni nadie tienen la potestad de suplantar o destruir el derecho que cada persona tiene “a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona", tal como se reconoce en el artículo 3º de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Se me paraliza la racionalidad aletargada en mis lóbulos frontales cuando leo (con tanta, con tan demasiada frecuencia) que un energúmeno descerebrado quita salvajemente la vida de su mujer y/o sus hijos por celos, venganza y troglodítico machismo. Resolvería de igual modo su bestial insensatez quitándose de en medio mediante el método que eligiere, mas, al contrario, se da a menudo el lacerante y cabreante caso de que tras cargarse a sus próximos prójimos, el agreste asesino “no acierta” a matarse del todo. Cada vez que ocurre algo parecido, caigo en la cuenta de que no he salido aún de ese pozo negro, profundo, oscuro, en el que Andreas Lubitz me ha sumergido unos cuantos kilómetros más de profundidad. 

Si me encontrara frente a frente con el familiar o allegado de alguna de las víctimas del asesinato colectivo perpetrado en los Alpes franceses el 24 de marzo pasado, solo querría darle un abrazo y regalarle mi silencio, pues cualquier palabra sobraría, cualquier otro gesto pesaría demasiado en el alma de quienes lloran la ausencia del ser querido fallecido en ese Airbus de Germanwings.

Seguramente, no los veré ni los conoceré, pero en ese abrazo invisible, sobre mi algo desvencijada silla de ruedas, quiero recitarles ahora, con voz queda, cerca de sus mejillas, unos cuantos versos del poema Respuesta, de José Hierro:

Quisiera que tú me entendieses a mí sin palabras,
sin palabras hablarte, lo mismo que se habla mi gente.
Que tú me entendieses a mí sin palabras
como entiendo yo al mar o a la brisa enredada en un álamo verde
(…)

Si ahora yo te dijese que había que andar por ciudades perdidas
Y llorar en sus calles oscuras sintiéndose débil,
y cantar bajo un árbol de estío tus sueños oscuros,
y sentirse hecho de aire y de nube y de hierba muy verde...

(…)

Si yo te dijera estas cosas, amigo,
¿qué fuego pondría en mi boca, qué hierro candente,
qué olores, colores, sabores, contactos, sonidos?
Y ¿cómo saber que me entiendes?
¿Cómo entrar en tu alma rompiendo sus hielos?
¿Cómo hacerte sentir para siempre vencida la muerte?
¿Cómo ahondar en tu invierno, llevar a tu noche la luna,
poner en tu oscura tristeza la lumbre celeste?
Sin palabras, amigo; tenía que ser sin palabras
como tú me entendieses.





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