Los enterraron hasta la cintura y los machacaron hasta la muerte a
pedradas. Es la primera lapidación acaecida en el norte de Malí de una pareja
que había cometido el pecado de convivir sin estar casados. Dejan a la
intemperie de aquel mundo despiadado a dos niños, el pequeño de seis meses de
edad, pues los islamistas creen que hay un dios que se regocija o se enoja
según la forma de amarse de un hombre y una mujer.
Corremos el riesgo de ir acomodando nuestras mentes a las noticias de lapidación
en el mundo. Al principio, cundió la indignación y muchos nos aprestamos a
mandar cartas y secundar campañas en contra de esa salvajada asesina. Hoy
recibimos la enésima noticia de linchamiento como si se tratase del boletín
meteorológico del día siguiente. Sin embargo, la crueldad sigue siendo la
misma: en algunos países islámicos las relaciones sexuales entre un hombre y
una mujer fuera del matrimonio están castigadas con duras penas de cárcel; en
otros, se castiga con la muerte, pues cometen adulterio aunque no estén
casados.
Asombra y duele sobremanera ver que haya personas en el mundo (tan
descendientes del Homo Sapiens como cualquier otro hijo de vecino) que creen
que hay un dios que se preocupa de qué carne comemos, cómo está sacrificada y
cortada, de los documentos oficiales que certifican que una pareja está
matrimoniada, de cuántas veces nos lavamos al día o de que la mujer no vaya por
la calle enseñando el pelo o los brazos.
En el año 2008, ocupado
Afganistán por fuerzas armadas internacionales y supervisado por Naciones
Unidas, un joven periodista afgano, Sayed
Pervez Kambaksh, fue condenado a muerte por un tribunal afgano por
blasfemia contra el Islam, acusado de distribuir en la universidad un escrito
donde se cuestionaba que los hombres musulmanes pudieran tener cuatro esposas y
las mujeres, en cambio, un solo marido. Tras sufrir doce meses de prisión y
debido a la fuerte presión internacional, fue indultado por el presidente
afgano, Hamid Karzai.
Los monoteísmos dominan gran parte del mundo, lo sojuzgan con sus dogmas,
su rigorismo, su intransigencia, su extrema dureza, su ansia de monopolizar el
poder en un delirante sueño de teocracia sin límites. Sus rectores son siempre
varones, reacios al sexo, a la libertad, a la libertad de ideas y de expresión,
a la libertad sexual. Esos líderes religiosos son, utilizando una expresión de Uta Ranke-Heinemann, eunucos por un
supuesto paraíso, elegidos, responsables de la ortodoxia y de la rectitud en
las costumbres. Esos eunucos acaparan el poder y hacen que la mujer esté
siempre oculta o en un profundo segundo término. La consideran sucia, fuente de
pecado, débil, sometida, propiedad omnímoda del varón, padre o esposo. Incluso
en el budismo y sus monasterios es claro el machismo reinante en su ideología y
su praxis.
La propaganda cotidiana nos presenta el burka como símbolo por
antonomasia del sometimiento de la mujer. En realidad, ese vomitivo atuendo es
implantado a principios del siglo XX por la clase alta afgana para que sus
mujeres quedasen fuera de las miradas de la plebe (incluso las mujeres de
familias acomodadas quizá se sentirían bien al quedar así abiertamente por
encima de las plebeyas). Como a veces la especie humana se empeña en superarse
a sí misma en estupidez, en la década de los 50 las clases bajas fueron
imitando a las ricas y se endosaron el burka. Después llegaron los talibanes,
una clase de eunucos mentales especialmente feroces e ignorantes, y lo
declararon obligatorio. En conclusión, una nueva cárcel para la mujer.
Los varones eunucos en algunos monoteísmos (por ejemplo, el catolicismo)
no pueden casarse ni oficialmente mantener relaciones sexuales, pero no se
cansan de pontificar sobre lo que, dada su supuesta carencia de experiencia,
nada saben. Por eso se remiten a sus dioses que, dada su lejanía y su
impenetrable silencio, aún parecen saber menos. A Cotino le parece de perlas que una mujer que decida abortar vea
antes la ecografía del feto. Gallardón
prefiere una liliputiense ley de supuestos a una ley de plazos. El Vaticano
prohíbe los anticonceptivos. Karzai accede a la demanda chií de que los hombres
puedan negar la comida y el sustento a sus mujeres si estas no se avienen a
cumplir obedientemente los deseos sexuales de sus maridos. Incluso hace pocos
años un clérigo islámico malasio proclamaba que las mujeres deberían llevar
cinturón de castidad, entre otras cosas para que los maridos pudieran sentirse
así más seguros.
Ellas, lapidadas, quemadas, proscritas, ignoradas, azotadas, violadas,
despreciadas, aniquiladas (=de nihil,
nada). Por el contrario, hombres y solo hombres son los Papas, los ayatolás,
los rabinos, los obispos, los sacerdotes, los imanes y toda una larga lista más
de los presuntos pastores religiosos y espirituales (como su propio nombre
indica, necesitan ver a los demás como rebaño).
Varones y vitalmente eunucos son siempre los verdugos de la mujer.
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