El señor Wilhelm Heinrich von Gwinner
se esforzaba en leer el solemne panegírico que había preparado apresuradamente
unos días antes y había redondeado la noche anterior, pero apenas podía soportar
el aire fétido de la sala, a la vez que algunos asistentes salían de allí con
sus rostros pálidos y conteniendo las arcadas. El cadáver de Arthur
Schopenhauer yacía desde cinco días antes en la morgue de Frankfurt, donde
había residido sus últimos dieciocho años de existencia. Schopenhauer tenía un
miedo irresistible a ser enterrado vivo (esta fobia recibe, ente otros, el
nombre de tafofobia), por lo que dejó instrucciones taxativas de no ser
enterrado enseguida, sino dejado, al menos, cinco días en el depósito de
cadáveres para que el forense certificase su muerte sin ningún género de dudas.
En ocasiones, la vida de Arthur había
rozado cotas épicas. De familia próspera y acomodada, abandonó los negocios y
se dedicó a la docencia de la filosofía en la universidad de Berlín, donde
gozaba de una fama extraordinaria su contemporáneo Hegel, que abarrotaba día
tras día las aulas de seguidores y admiradores. Pues bien, Arthur, convencido
del valor de sus propias teorías filosóficas, eligió impartir clase en el mismo
horario del exitoso Hegel y en un aula cercana, que por tanto solía estar
prácticamente vacía. Su experiencia docente duró seis meses, pero Arthur
persistió en ahondar y difundir su pensamiento.
Mezcló a Kant, Platón, el pensamiento brahmánico y budista y otras
corrientes de pensamiento, amó a cuanto le sugería nuevas aportaciones, se
enriqueció con su contacto personal con Goethe y con la lectura constante de
Shakespeare, Homero e incluso con algunos escritores del Siglo de Oro español.
Tuvo que pasar mucho tiempo hasta que
sus obras tuvieron un cierto reconocimiento. De hecho, no quiso sobre su tumba (una
pesada losa de granito belga), otra cosa que su nudo nombre: Arthur
Schopenhauer, pues esperaba que sus libros hablaran por él. Sin embargo, se
llevó consigo a la tumba su tafofobia, su temor a ser enterrado vivo, que lo
acompañó hasta el último hálito de vida. Tras tantas elaboraciones y
lucubraciones filosóficas, apenas había osado contemplar cara a cara lo más
primario: la muerte puede ser tan gloriosa y digna como tan gloriosa y digna se
ha deseado la vida. Quizá Schopenhauer no llegó a comprender que para vivir
bien hay que saber sonreír también ante la sencilla voluntad de morir bien y
que no hay forma mejor de poder morir bien que luchando sosegadamente por que
la propia vida y la de los demás sean igualmente buenas y dignas.
Arthur Schopenhauer dejó escritas
páginas densas, lúcidas y brillantes sobre la forma más auténtica y certera,
según él, de obtener la verdadera visión
y la verdadera vivencia de los fenómenos del mundo: una peculiar introspección en
el ámbito más esencial del “yo”, que denominó “voluntad de vivir” o “voluntad
de y hacia la vida” (Wille zum Leben), que se percibe y se expresa en todos los
ámbitos de la naturaleza (desde las placas tectónicas, las corrientes marinas, las
rocas, los peces, las aves, los insectos, los mamíferos, el ser humano, el
microcosmos, el macrocosmos y, en fin, la constante y dialéctica evolución de
la vida misma en general). Sin embargo, esa voluntad de vivir, esa pulsión
imparable de la vida y hacia la vida no le libró del miedo a ser tenido por
muerto y enterrado con vida. Lamentablemente, la pulsión de vida (Freud es
deudor de Schopenhauer en ese concepto) fue superado en el caso de Arthur por
una irracional fobia que quizá le privó
de la dulzura y del sosiego que puede suponer morir bien y dignamente. A veces
unos gigantescos edificios teóricos pueden distorsionar la visión de una joya
pequeña, sencilla, en la que se condensa la sabiduría más valiosa del mundo y
de la vida: vivir y morir bien y dignamente.
Schopenhauer murió de una embolia
pulmonar en el otoño de 1860. Su ama de llaves no se percató de que
Schopenhauer mostraba una quietud inusitada. Cuando el médico entró en la
estancia para iniciar su visita habitual, Arthur Schopenhauer estaba ya fuera
de todas las luchas, afanes y expectativas que tan a mal traer le habían
llevado durante algunas etapas de su existencia, salvo de su tafofobia, ese
insuperable temor a ser enterrado vivo, por el que Wilhelm Heinrich von Gwinner
apenas podía terminar de leer el panegírico que la noche anterior había acabado
de pulir debido al hedor del cadáver de su querido y admirado Arthur
Schopenhauer tras cinco días de descomposición en aquella oscura morgue.
Mientras, en el despacho de Arthur, dos libros dormían en la mesa, uno
sobre el otro. En ambos, había sendos textos subrayados y enmarcados en tinta
de muchos años, color marrón desvaído. En el de abajo (Epicuro, Carta a
Meneceo) estaba remarcado: “Acostúmbrate a creer que la muerte no es nada
para nosotros puesto que todo bien y todo mal reside en la sensación y la
muerte es privación de la sensación. De aquí́ que el recto conocimiento de que
la muerte no es nada para nosotros hace gozosa la condición mortal de la vida,
no por añadirle un tiempo ilimitado, sino por suprimirle el deseo de
inmortalidad”. En el libro de arriba, Arthur había subrayado: “Epicuro dice: medita en la muerte y yo agrego
magnifica cosa es aprender a morir” (Séneca, Cartas). ¿Aquellos dos
mensajes, enérgicamente subrayados y enmarcados por el propio Arthur
Schopenhauer, quedaron finalmente en el
olvido?
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