lunes, 4 de agosto de 2014

El olvido de Schopenhauer



PUBLICADO EN LA REVISTA DMD (DERECHO A MORIR DIGNAMENTE) nº 66

El señor Wilhelm Heinrich von Gwinner se esforzaba en leer el solemne panegírico que había preparado apresuradamente unos días antes y había redondeado la noche anterior, pero apenas podía soportar el aire fétido de la sala, a la vez que algunos asistentes salían de allí con sus rostros pálidos y conteniendo las arcadas. El cadáver de Arthur Schopenhauer yacía desde cinco días antes en la morgue de Frankfurt, donde había residido sus últimos dieciocho años de existencia. Schopenhauer tenía un miedo irresistible a ser enterrado vivo (esta fobia recibe, ente otros, el nombre de tafofobia), por lo que dejó instrucciones taxativas de no ser enterrado enseguida, sino dejado, al menos, cinco días en el depósito de cadáveres para que el forense certificase su muerte sin ningún género de dudas.
En ocasiones, la vida de Arthur había rozado cotas épicas. De familia próspera y acomodada, abandonó los negocios y se dedicó a la docencia de la filosofía en la universidad de Berlín, donde gozaba de una fama extraordinaria su contemporáneo Hegel, que abarrotaba día tras día las aulas de seguidores y admiradores. Pues bien, Arthur, convencido del valor de sus propias teorías filosóficas, eligió impartir clase en el mismo horario del exitoso Hegel y en un aula cercana, que por tanto solía estar prácticamente vacía. Su experiencia docente duró seis meses, pero Arthur persistió en ahondar y difundir su pensamiento.  Mezcló a Kant, Platón, el pensamiento brahmánico y budista y otras corrientes de pensamiento, amó a cuanto le sugería nuevas aportaciones, se enriqueció con su contacto personal con Goethe y con la lectura constante de Shakespeare, Homero e incluso con algunos escritores del Siglo de Oro español.
Tuvo que pasar mucho tiempo hasta que sus obras tuvieron un cierto reconocimiento. De hecho, no quiso sobre su tumba (una pesada losa de granito belga), otra cosa que su nudo nombre: Arthur Schopenhauer, pues esperaba que sus libros hablaran por él. Sin embargo, se llevó consigo a la tumba su tafofobia, su temor a ser enterrado vivo, que lo acompañó hasta el último hálito de vida. Tras tantas elaboraciones y lucubraciones filosóficas, apenas había osado contemplar cara a cara lo más primario: la muerte puede ser tan gloriosa y digna como tan gloriosa y digna se ha deseado la vida. Quizá Schopenhauer no llegó a comprender que para vivir bien hay que saber sonreír también ante la sencilla voluntad de morir bien y que no hay forma mejor de poder morir bien que luchando sosegadamente por que la propia vida y la de los demás sean igualmente buenas y dignas.
Arthur Schopenhauer dejó escritas páginas densas, lúcidas y brillantes sobre la forma más auténtica y certera, según él,  de obtener la verdadera visión y la verdadera vivencia de los fenómenos del mundo: una peculiar introspección en el ámbito más esencial del “yo”, que denominó “voluntad de vivir” o “voluntad de y hacia la vida” (Wille zum Leben), que se percibe y se expresa en todos los ámbitos de la naturaleza (desde las placas tectónicas, las corrientes marinas, las rocas, los peces, las aves, los insectos, los mamíferos, el ser humano, el microcosmos, el macrocosmos y, en fin, la constante y dialéctica evolución de la vida misma en general). Sin embargo, esa voluntad de vivir, esa pulsión imparable de la vida y hacia la vida no le libró del miedo a ser tenido por muerto y enterrado con vida. Lamentablemente, la pulsión de vida (Freud es deudor de Schopenhauer en ese concepto) fue superado en el caso de Arthur por una irracional fobia que  quizá le privó de la dulzura y del sosiego que puede suponer morir bien y dignamente. A veces unos gigantescos edificios teóricos pueden distorsionar la visión de una joya pequeña, sencilla, en la que se condensa la sabiduría más valiosa del mundo y de la vida: vivir y morir bien y dignamente.
Schopenhauer murió de una embolia pulmonar en el otoño de 1860. Su ama de llaves no se percató de que Schopenhauer mostraba una quietud inusitada. Cuando el médico entró en la estancia para iniciar su visita habitual, Arthur Schopenhauer estaba ya fuera de todas las luchas, afanes y expectativas que tan a mal traer le habían llevado durante algunas etapas de su existencia, salvo de su tafofobia, ese insuperable temor a ser enterrado vivo, por el que Wilhelm Heinrich von Gwinner apenas podía terminar de leer el panegírico que la noche anterior había acabado de pulir debido al hedor del cadáver de su querido y admirado Arthur Schopenhauer tras cinco días de descomposición en aquella oscura morgue.
Mientras, en el despacho de Arthur, dos libros dormían en la mesa, uno sobre el otro. En ambos, había sendos textos subrayados y enmarcados en tinta de muchos años, color marrón desvaído. En el de abajo (Epicuro, Carta a Meneceo) estaba remarcado:  Acostúmbrate a creer que la muerte no es nada para nosotros puesto que todo bien y todo mal reside en la sensación y la muerte es privación de la sensación. De aquí́ que el recto conocimiento de que la muerte no es nada para nosotros hace gozosa la condición mortal de la vida, no por añadirle un tiempo ilimitado, sino por suprimirle el deseo de inmortalidad”. En el libro de arriba, Arthur había subrayado: “Epicuro dice: medita en la muerte y yo agrego magnifica cosa es aprender a morir” (Séneca, Cartas). ¿Aquellos dos mensajes, enérgicamente subrayados y enmarcados por el propio Arthur Schopenhauer,  quedaron finalmente en el olvido? 

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