PUBLICADO HOY EN EL HUFFINGTON POST
Francisco Mora, neurocientífico y
catedrático de Fisiología Humana en la Complutense de Madrid y en
Iowa, nos invita en su libro El yo
clonado a colocarnos ante el espejo en una situación algo insólita:
contemplar nuestra cara en el espejo a los setenta años tras no haberla visto
desde que teníamos veinte. La impresión emocional no solo sería mayúscula ante
la visión de un ser extraño, aviejado y deteriorado, sino que probablemente no
nos reconoceríamos, pues nos habríamos quedado con la imagen guardada cuando
teníamos veinte años.
El hecho es que cada día nos miramos
varias veces en algún espejo, aun sin el menor asomo de narcisismo: vamos al
cuarto de baño por la mañana, encendemos la luz y la mirada se dirige generalmente
al espejo, donde nos miramos también al cepillarnos los dientes, afeitarnos,
maquillarnos, lavarnos las manos, peinarnos, etc. De paso, nos reconocemos y
vamos sedimentando nuestra identidad, a la vez que integramos cada día los
cambios, la cara ensanchada o alargada con los años, las arrugas, las
cicatrices y las huellas del tiempo en esa identidad que queremos expresar
cuando decimos “yo”.
El espejo atestigua silenciosamente el
paso del tiempo sobre nosotros. Sin embargo, también la mirada de los demás y
hacia los demás cumple esa función. La mirada ensambla la imagen guardada del
amigo en pleno vigor y juventud o del compañero con el que jugábamos con la
imagen de ese amigo o ese compañero por el que el tiempo ha ido dejando también
huellas profundas. Nos sorprendemos de su imagen cuando llevamos mucho tiempo
sin verlo y algo similar producimos cuando los demás nos ven tras un prolongado
periodo de tiempo y su mirada se detiene en nuestra cara, nuestra piel,
nuestras manos o nuestras canas.
Nos volveríamos locos si no nos
identificásemos ante el espejo, si no lográsemos reunir en una sola identidad
la imagen de nuestra madre joven y esa madre anciana que ahora tenemos ante los
ojos. Seríamos unos inadaptados si no aceptásemos que también los demás observan
todo lo que hemos ido cambiando a lo largo de los años. Hay personas que viven
en la ficción de que el tiempo se ha detenido y han obtenido el secreto de la
eterna juventud. De paso, se aplican pociones mágicas anti-edad y actúan como
si su vida hubiese conseguido una prórroga sin término. Para esas personas
mirarse en el espejo puede llegar a ser una tortura, a la vez que un ejercicio
diario de negación de lo que ven.
Por eso mismo buscamos gente en nuestro
entorno que nos devuelva con su mirada la imagen apetecida. Las amistades y los
colegas con quienes nos relacionamos no vienen desde el azar, sino desde la
necesidad de quedar recíprocamente reflejados según nuestros deseos en la
mirada del otro. En cada situación los demás nos devuelven una determinada
identidad, que podemos aceptar o rehuir, y por esa misma razón los demás nos
buscan o nos evitan, e incluso nos ensalzan o denigran. Al final el mundo es un
inmenso poliedro de espejos en cuyas superficies nos vemos reflejados, aunque
también podemos sucumbir a la tentación de cerrar los ojos o dirigir la mirada
solo hacia donde no creamos dañadas nuestras conveniencias.
Hay otro espejo, interior, sujeto también
al transcurrir del tiempo, desconocido para muchos por usarlo raramente. En ese
espejo la imagen reflejada son nuestras convicciones y valores, nuestras
horizontes y metas irrenunciables, nuestras posibilidades y limitaciones. A
veces se nos rompe ese espejo, pero podemos siempre recomponerlo. En ese espejo
recobramos la identidad más honda, la serenidad y la quietud, la firmeza en la
zozobra, la indulgencia que alivia la fiebre, la palabra y el silencio, el
placer y la alegría.
Está acabando un año y empezando otro.
Repetiremos un año más la ficción de que nos es posible borrar a discreción los
fantasmas pretéritos y confiar en que el año por empezar será venturoso y
nuevo, pero los espejos serán los mismos: la mirada del otro, nuestra mirada
hacia el mundo y los demás, la mirada en el espejo de cada día en el cuarto de
baño de casa. Incluso alguno se adentrará en su espejo interior y contemplará
allí los daños, los logros, las heridas abiertas y los tesoros que siguen
latiendo dentro y confiriendo a sí mismo la identidad más veraz, en ocasiones
también dolorosa.
Empieza otro año y te deseo cordial y
sinceramente que los demás te asocien a un espejo amable y acogedor, que
cuentes con muchos espejos amigables y cálidos, que busques cada día
contemplarte con sosiego y sin prisas en ese espejo interior que debes procurar
que no mienta, que no castigue y sobre todo que también te acaricie cuando lo
necesites.
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