Había una vez un niño viejo
que siempre portaba consigo un tambor de hojalata. Le llamaban Antonio, pero a
él no acababa de gustarle ese nombre y llevaba años y años buscando un nombre que
contuviese todos los nombres del universo. Ya viejo, sostenido por un bastón
tan cansado y gastado como él, llegó a un valle, que Antonio supo, nada más
llegar, que era el valle donde finalmente se quedaría a vivir. Allí también tenía
su morada la luna.
- ¿Cómo te llamas? -
preguntó Antonio a la luna. E inmediatamente quedó muy extrañado de haber
formulado precisamente esa pregunta.
- Me llamo Yo –le respondió
la luna.
- Es un nombre muy raro...
-dijo Antonio, pensativo.
- No es un nombre raro
-rebatió la luna-, ya te acostumbrarás. De todas formas, mi nombre te permitirá
conocer el tuyo... ¿Cómo te llamas?
- Yo no lo sé...
- ¿Lo ves? -dijo la luna-.
Tenemos el mismo nombre.
- ¿También me llamo Yo?
- Sí -respondió ella.
- Entonces será un lío –comentó,
caviloso, Antonio-. Cuando la gente diga “Yo”, no sabremos a quién estará
llamando de los dos y quién deberá
responder o acudir...
- En este valle la gente no
llama...
- ¿No?
- No –aclaró con firmeza la
luna.
- ¿Y qué hace entonces? -volvió a preguntar
Antonio.
- No nos planteamos esas
cosas. Nos basta con vivir y dejar vivir. Así logramos estar bien y que los
demás también lo estén.
- ¿Podría quedarme a vivir
aquí, con vosotros?
- Claro, si así lo deseas,
puedes quedarte con nosotros -respondió la luna.
- Yo no sé hacer nada...
-se sintió obligado a advertir Antonio-. ¿Tú a qué te dedicas?
- ¿Quién? ¿Yo?
- Sí, tú -insistió Antonio.
- Ya te lo he dicho, yo me
dedico sobre todo a vivir y a dejar vivir, a estar bien y a no impedir que los
demás también se sientan bien. ¿Qué te parece?
- Me gusta... -respondió
Antonio-. Tú me regalas palabras y respuestas bonitas...
- Ya vas comprendiendo. Me
has llamado “tú”, ya estás en condiciones de decir realmente “yo”.
- Estoy muy bien contigo -
dijo Antonio, sin acabar de entender el mensaje de la luna - ¿Cómo te llamas?
- Yo me llamo como tú
quieras llamarme -contestó la luna.
- Yo también quiero tener
el nombre que tú quieras regalarme cada vez...
- ¿Tú me quieres? -le
preguntó entonces él con una sonrisa.
- Yo te quiero, claro que
sí -respondió la luna, radiante-. Tú eres mi amigo.
Y muy pronto en aquel valle nació pronto una
flor, a la que Antonio puso el nombre de Nosotros.
A lo lejos, más allá del
último horizonte conocido, una voz cantaba una hermosa canción
Para vivir no quiero
islas, palacios, torres.
¡Qué alegría más alta:
vivir en los pronombres!
Quítate ya los trajes,
las señas, los retratos;
yo no te quiero así,
disfrazada de otra,
hija siempre de algo.
Te quiero pura, libre,
irreductible: tú.
Sé que cuando te llame
entre todas las gentes
del mundo,
sólo tú serás tú.
Y cuando me preguntes
quién es el que te llama,
el que te quiere suya,
enterraré los nombres,
los rótulos, la historia.
Iré rompiendo todo
lo que encima me echaron
desde antes de nacer.
Y vuelto ya al anónimo
eterno del desnudo,
de la piedra, del mundo,
te diré:
«Yo te quiero, soy yo».
(Pedro Salinas,
La voz a ti debida)
Qué susto saber que contamos con filósofos como usted. Espero que mis hijos no estudien Filisofía y sufran con sus tediosas disertaciones. En vez de eso debería ser mejor persona y no mancillar el nombre de sacerdotes que entregan su vida por amor y cuyos mensajes no son las mentiras y falsedades que ustedes, pode mitos, cuentan.
ResponderEliminarTómese una tila, doña Conchi, que, al parecer, no gana para sustos
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