Algunos están
empeñados en hacernos víctimas del timo del tocomocho: prometen el paraíso y lo
absoluto, pero finalmente solo queda un cerebro carcomido por nada. De paso, se
olvida así lo esencial: las cosas aparentemente pequeñas, nimias, minúsculas,
microscópicas son la sal, el azúcar, la canela de la vida. Qué grande es un
corazón habitado por un microbio vivo y generoso, palpitante y lleno de pasión.
Existe solo el instante vivo, tuyo, mío, nuestro, de quienes le abran sus ojos
y le abracen.
El predicador
de la transcendencia, de lo absoluto, del más allá, oculta su boca mentirosa tras su bola de
cristal de adivino cuentista. Por el contrario, solo busco ahora succionar el
humo del centro de la tierra, de sus meandros de lava, mientras mi mente libre se solaza en el barro
cotidiano encaramado sobre un árbol rebelde, que me habla de los bosques que
rodean el ecuador del universo.
Llovizna sin parar. Lluvia menuda que cae
blandamente y va calando hasta los huesos. La gente parece no necesitar
paraguas. La llovizna debe de tener algún efecto anestésico que paraliza y
habitúa a seguir aguantando el agua que va desgastando la memoria del pasado y
el deseo de abrirse paso en el futuro. Llovizna (¿o es lluvia ácida?). Esa llovizna parece ser sumamente persuasiva para
que la gente se quede dormitando en alguna circunvolución de su cerebro,
quejándose de casi todo, haciendo apenas nada.
Y sin embargo, te quiero. A ti. A ti. Y a
ti también. Si es que me recibes en mi doble versión de alfa y omega, de
principio y final. Te quiero, si
quieres.
Pocas escenas
tan bellas y certeras como esta escena final de la película Blade Runner
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