martes, 1 de marzo de 2011

El sentido de la profundidad



El artículo de mañana

Escribe Ryszard Kapuściński que un pueblo desprovisto de Estado salvaguarda su identidad en sus símbolos. Quizá ese pueblo no tenga fronteras propias ni ejércitos para defenderlas, pero posee unas cuantas señas de su idiosincrasia –sus símbolos-, y a ellos se aferra como si de sus raíces más profundas se tratase. Repasa y transmite su propia literatura, guarda sus libros y sus códices como si fuesen sus propios hijos, admira con orgullo sus monumentos, habla su propia lengua con la conciencia de que esos mismos sonidos han sido utilizados siglos atrás por sus ancestros para comunicar sus ideas y sus emociones. El arte y la cultura de cada pueblo son signo de su singularidad y en su folclore y sus costumbres resuena la historia misma de muchas generaciones pasadas.
Un pueblo sin Estado carece de ejércitos y armadas, aduanas e impuestos propios, y por eso mismo cuida sus símbolos como si fueran la niña de sus ojos y enseña a sus hijos que el culto al símbolo equivale al culto a la patria.  
Por otro lado, el individuo humano, así como los grupos que va conformando, tienden a buscar su identidad en la diferencia con los que les rodean. Caen entonces en el error de esgrimir su sello distintivo como un arma de defensa frente al vecino. Por lo mismo, tienden a dominar al entorno e imponer su hegemonía, al ser igualmente una constante la estúpida convicción de la superioridad de la propia idiosincrasia sobre cualquier otro grupo o pueblo.
Algunos pueblos parecen haber querido detener el tiempo cósmico para trazar una raya definitiva entre un pasado remoto y la propia (siempre gloriosa) historia. Kapuściński llama a esta realidad el “Gran Ayer” que ostentan muchos pueblos desde la asombrosa ficción de creer que finalmente la historia se ha detenido para siempre, y que sus costumbres, creencias, epopeyas e instituciones han adquirido el sello de la eternidad. Caen los imperios y las lenguas, tabúes, conquistas, dioses, personas famosas o temibles, gastronomía, y todo un torrente de lágrimas, abrazos y desvelos se pierden en la oscura noche de los tiempos, pero pocas veces un pueblo tiene la lucidez suficiente para comprender que la eternidad es una quimera.
Cada pueblo muestra su “Gran Ayer” como si se fuese alguna suerte de historia sagrada.  En casi todos los casos, acontecen allí hechos magníficos en los que el pueblo respectivo se expandió por el mundo, regalando su propia riqueza a otros pueblos que nunca se la habían pedido. Hoy esa expansión resulta especialmente difícil, pues se produce mediante sofisticadas armas y mastodónticas cantidades de dinero que se cuelan por los intersticios anónimos y salvajes de Internet con el fin de estrangular a cuanto convenga en propio beneficio.
Sin embargo, al individuo humano y a los grupos que va conformando siempre les queda la posibilidad de salvaguardar el mayor de sus tesoros: la libertad. La posible frustración de no ver satisfecho el supuesto instinto de ampliar hacia afuera límites y fronteras puede ser compensada con la más espléndida de las decisiones humanas; optar por el sentido de la profundidad y,  más allá de cualquier hegemonía económica o militar, elegir la libertad como el argumento más contundente de la propia dignidad. Ese compromiso por uno mismo como animal capaz de optar por su libertad sobre todas las demás cosas, ese movimiento hacia la profundidad en que se encuentra la propia dignidad, constituyen el gran tesoro al que acude el ser humano que se siente al borde de su propia perdición, al ver que el prepotente o el tirano de turno están dispuestos a arrebatarle lo que solo a él pertenece,
Estos días asistimos a la reivindicación de esa libertad por parte de muchos millones de personas pertenecientes en su mayoría al mundo árabe. Muchos se peguntan en qué van a acabar finalmente estas revueltas, manifestaciones y combates contra regímenes que los tenían explotados y maniatados. Otros se sienten inquietos pues habían construido un mundo esclerotizado en el que no cabía un musulmán demócrata o un musulmán que no fuese terrorista o filoterrorista o un musulmán que no constituyese una amenaza contra los sagrados principios patrios, pero la realidad les está mostrando que están equivocados.  Contra viento y marea, allí siguen ellos y ellas, arriesgando incluso sus vidas por el derrocamiento de los tiranos corruptos y por la honda sensación de ser libres. Mientras, seguro que otros muchos nos preguntamos también qué estamos haciendo en Occidente (supuestamente tan libre y tan democrático) con ese sentido de la profundidad por el que el ser humano decide o no decide por su verdadera libertad.

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