El último pleno de la legislatura de las
Cortes de Aragón sirvió para aprobar la ley de muerte digna con un amplio
consenso y el único rechazo del PP, que la considera una "trampa"
hacia la eutanasia. Ricardo Canals (diputado en las Cortes por el PP) manifestó
que el verdadero objetivo de la ley era dar "dos pasos" adelante
hacia la eutanasia y que la ley es una "trampa" hacia esa práctica
ilegal en España.
Ante semejante carencia de sensibilidad y
tamaña cantidad de prejuicios por parte del diputado del PP, dejo aquí un
artículo que hace unos meses publiqué en la revista DMD de la Asociación
Derecho a Morir Dignamente:
REFLEXIONES SOBRE LA VIDA Y LA MUERTE
Paseo un rato con
Séneca, leyendo sus Cartas, saboreando sus Consolationes. Hago mías también sus
recomendaciones: dejarse mecer por el pensamiento que refleja una forma de
vida, que enseña a vivir, que incita a vivir una vida buena y una buena vida.
Junto a él, me siento penetrado por la naturaleza, acaricio esa fuerza interior
que me otorga identidad y energía,
me sé animal inteligente y libre dentro de mis contornos y limitaciones. Sé que
solo así he logrado a veces rozar con los labios del alma la piel del
bienestar, a orillas del sosiego donde es posible el encuentro con el amigo y
el camarada.
Nada temo, salvo
el rostro del dolor cuando aparece implacable. Nada malo me propongo, pues
sería una traición a la entraña misma de la naturaleza que nos constituye a mí
y a todos. Quiero vivir en plenitud cada uno de los momentos que me restan, amo
la vida con todas mis fuerzas, y así converso amistosamente con la posibilidad
de acabarla si y cuando concierte con ella que ha llegado el momento. La muerte
no es sino el acabamiento de la vida, y si la vida ha sido valiosa y buena ha
de desembocar igualmente en una muerte digna, apacible. Si la vida no puede ya conjugarse
en positivo, puede hallar liberación, salida luminosa en la muerte. La muerte
no es buena ni mala. La muerte no es: de hecho, solo quienes restan en el mundo
y se duelen por la ausencia de otro hablan de muerte. El ser humano debe vivir,
vivir bien, dejar vivir, hacer que los demás vivan del mejor modo posible. Solo
cuando se acaban los caminos desde los que se atisban horizontes, cuando
finalmente se traban los pasos y se confunden las sendas, es posible plantearse
con fiereza y también con una sonrisa el propio acabamiento.
Nada ni nadie
puede forzar a enquistarnos en una situación o un estado indeseados. Algunos
siguen hablando de dioses, de su laberíntica voluntad, de una supuesta ley
natural encorsetada y ajustada a los intereses y delirios de quienes desde hace
siglos y siglos quieren al ser humano tan esclavo y reprimido como ellos
mismos. Nadie está obligado a permanecer en la vida. Hay seres humanos que no
soportan la inseguridad, la incertidumbre, el hecho natural de que cada
existencia conlleva la necesidad de buscar su pervivencia, sin otro amparo que
la libertad y el riesgo de decidir una y otra vez el camino y el rumbo hacia el
que dirigir sus pasos. La vida consiste
precisamente en decidir cada segundo, cada día, todos los instantes, qué hago y
qué dejo de hacer. La libertad es
ni más ni menos que el ejercicio de ese decidir permanentemente. La vida es
libertad. Por eso reivindico mi libertad de decidir también cómo
vivir y morir.
Existir debería ser siempre un acto
permanente de gozoso, consciente y libre zambullirse en la aventura del vivir.
Una botella o un lapicero son lo que son, están definitivamente terminados,
pero los seres humanos estamos siempre por hacer: cada instante decidimos
quiénes somos y no somos, qué hacemos con nosotros mismos, incluso echarnos a
perder. Por amor a la vida, podemos decidir también morir, y morir bien.
Respiro, bebo, amo y
me sostengo cada instante en la voluntad de existir por amor a la vida. Quien
no teme morir ama incondicionalmente vivir. De ahí que sea radicalmente ajeno a
la vida que la obliguen a pervivir. Soy libre, soy dueño de mis actos y
errores, de mis sueños y luchas, decido si y cómo y hasta cuándo existir. Estoy
en mis manos y mi obligación fundamental es vivir bien. Mi responsabilidad
ética final estriba en qué estoy haciendo de mi vida, también qué hago de y con
los demás. No es casual que precisamente aquí y ahora, mientras escribo y paseo
con Séneca, me salga al encuentro otro amigo con quien maldecir la moral de los
esclavos.
Nietzsche es tan
odiado por los funcionarios del corsé y de la mediocridad precisamente por
indicar la necesidad de crear, de innovar, de renovar y, por ello mismo, de
destruir lo caduco. Paseo también con él, mientras me dice con bravura que sea
implacable con la coherencia que le debo a la vida, a cada uno de los instantes
que la constituyen, sin concesiones a los inventores de mundos imaginarios.
Si acabo con mi
vida, si acabo, solo será, pues, por amor a la vida. Si alguna vez he ayudado a alguien a morir bien, ha sido un inequívoco
acto de amor. Se puede dejar libre y responsablemente la vida sin tristeza, sin
temor, solo con quietud y por amor a la vida.
Soy un ser de la
naturaleza, soy una mota de polvo de estrellas entre el rayo y la nube, la
tempestad y el paisaje descrito por Beethoven en la Sexta, la hormiga, la
galaxia, el quark, las estaciones, la lluvia, el deseo, el niño que veo
columpiarse desde la ventana… Estoy sometido a los mismos ciclos, a los mismos trances,
a la inmensa potencia de encenderse y de apagarse del cosmos desde hace
millones de años, de comenzar y de cesar, de sucumbir y sobrevivir, a esa
voluntad de poder de la que habla Nietzsche, a la voluntad de vivir descrita
por Schopenhauer. Heidegger, al que tanto debo, que tanto me ha ido enseñando desde
mi juventud, creo que está equivocado cuando resuelve que el ser humano es un
ser-para-la-muerte. Una cosa es que la entropía deje claro que todo se
deteriora y acaba, y otra bien distinta que el objetivo que otorga sentido
último a mi existencia sea morir. Basta recordar a mi madre, a tantos otros
amigos que ya no están.
Dice Aristóteles
que todos los seres del mundo coincidimos
en algo fundamental: desarrollarnos y realizarnos en plenitud. Los seres
humanos estamos sujetos a esa misma necesidad natural de desarrollar nuestras
posibilidades naturales, si es que queremos alcanzar nuestra realización plena
como humanos. Desde que nace una persona se pone en marcha para conseguir su pleno desarrollo, y por ello y para ello vive, ama, se
aburre, estudia, respira, habla, duerme, se apasiona, anda, sufre, se preocupa
o suda... Cada etapa, cada situación, cada decisión, cada instante es un paso,
progresivo o recesivo, hacia la construcción total y plena de uno mismo como
ser humano.
Acompañado de
Séneca y Nietzsche, paseando con Aristóteles, mirando desde la lejanía a
Heidegger, observando atentamente a Schopenhauer, necesito proclamar ahora mi
amor a la vida y mi apasionada amistad con su posible acabamiento, cuando el
sol decida descansar más allá de la línea de mi horizonte.
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