Artíulo a publicar el próximo miércoles en El Periódico de Aragón
Alguna vez me gusta imaginar una
escena aparentemente surrealista, pero ocurrida realmente a principios del
siglos XX: en un local espacioso, lleno de cachivaches y estatuas a medio
hacer, el escultor Auguste RodinRainer María Rilke.
El secreto de esa escena está en que Rodin no entendía una palabra de alemán.
¿Qué hacían allí esos dos hombres? ¿Qué compartían? ¿Qué aceleraba sus corazones y elevaba sus mentes,
a pesar de no poder comunicarse en el idioma de aquellos versos, en alemán?
escucha ensimismado los poemas que le va leyendo su por aquel entonces
secretario, el poeta
Sin duda, el lenguaje es una de
las mayores riquezas con que cuenta el ser humano. Sin embargo, un poema de García Lorca puede ser nada en manos de
quien no sabe degustarlo y, en cambio, un paisaje puede conmover a dos personas
que no hablan el mismo idioma, pero basta con que se crucen verazmente sus
miradas para poder comunicarse mutuamente la concentración de estrellas fugaces
que experimentan en su interior. Pronunciamos miles de palabras cada día que
desaparecen fugazmente sin dejar huella alguna. Saludamos, afirmamos, negamos,
convenimos, damos las gracias, comentamos el tiempo que hace y el paradero de
los hijos, compramos, pagamos, escribimos frases con aspiración de eternidad o
con vocación de menudencia, hablamos, hablamos, hablamos…Seguramente, casi
todas las palabras, esfumadas, se han deshecho entre los nimbos del devenir
cotidiano.
Rilke hablaba poco, pero en cada
verso quería transmitir el universo entero que llevaba dentro. Seguramente,
Rodin quedaba embelesado por el ritmo, la música, la fuerza, la fluencia, el
tomo con que Rilke envolvía aquellos poemas en alemán que el escultor no
entendía. Las palabras que salían de los labios de Rilke no se proponían viajar
a algún lugar, más allá de las paredes y las ventanas del atelier de
Rodin, sino que buscaban por todos los
medios adentrarse en el interior del escultor que escuchaba atentamente sonidos
aparentemente ininteligibles. Cada cosa, cada idea, cada sensación, cada emoción
que latía en aquellos versos se transformaban en verdaderamente reales en el
alma de Rodin, donde descansaban en sosiego y sin afán, también a resguardo de
la fugacidad de tantos otros millones de desventuradas palabras que se lleva el
viento.
Sería una quimera pretender
repetir en cada situación de nuestra vida esa escena entre Rilke y Rodin, pero
también es una triste pena echar a perder buena parte de la vida sobre la
superficie más plana y fofa de las relaciones humanas. Una situación o un
encuentro pueden malgastarse y hacerse añicos o, por el contrario, llegar a formar parte de la identidad y la
biografía de quien los vive, según se dilapiden en la rutina o lo políticamente
correcto, o se metabolicen hasta llegar a hacerse parte constitutiva del propio
ser. Cada instante tenemos entre manos trozos del mundo y de la vida
(maravillosos o plácidos o abrumadores o tristes o…) que se ofrecen a nuestros
sentidos para que los podamos percibir, disfrutar o sobrellevar como
consideremos oportuno. Sin embargo, para que esas porciones de mundo y de vida
sean propias (seamos capaces de apropiárnoslas) es precisa también una mirada
interior que les dote de densidad y realidad. La vida es una obra de nuestros
ojos y nuestras manos, pero también, y no en menor medida, es obra del corazón.
Asimismo, necesitamos que cada ser y cada cosa ocupen el lugar que decidamos en el vasto espacio del mundo
interior donde quedan transformadas en realidades que permanecen en uno mismo y
con uno mismo, mientras reste un aliento de vida.
Hay que incorporar (dar cuerpo) a
las personas y las cosas que se cruzan a nuestro paso, no dejar que se
desvanezcan en la indiferencia. Igualmente, hemos de incorporarnos con
entusiasmo a las personas y las cosas que nos salen al encuentro, en una vida
donde –como escribe Rilke- hay “amor, pena y sentido”, mas en cualquier caso
“vivir es algo grandioso”.
Martin Heidegger describe con bastante precisión el estado en que
el habla no expresa ya verdaderamente al hablante, y el lenguaje no comunica nada:
el individuo se halla entonces sometido a los dictados de lo que “se” dice y
“se” piensa, de lo que “se” debe decir y pensar. “Se” dice y “se repite” lo que
“todos” (es decir, ninguno en concreto) supuestamente dicen y repiten. Las
palabras no pertenecen ya a nadie, pues son anónimas e impersonales, y el
hablar es principalmente charrar Como antídoto contra esa lamentable situación,
Rilke recita sus poemas en alemán, mientras Rodin vuela al son de la música de
unas palabras que no entiende. Ambos aman lo inefable, lo no explicable y
expresable con palabras.
Quizás te guste imaginarla porque cada vez es más difícil ver en los ojos de los demás esa mirada interior que nos devuelva la emoción contenida de la persona.
ResponderEliminarGeneralmente las palabras son las menos adecuadas para poder comunicar nuestros sentimientos.
Un abrazo Antonio!