Publicado en ANDALÁN, el 9 de marzo de 2011
De hecho, llevamos treinta años, treinta, bailando la yenka en medio de la discoteca, pero sin comernos una rosquilla medio laica. Hace ya tiempo, el por entonces portavoz del grupo socialista; J.A. Alonso (ay, si Pablo Iglesias o Besteiro levantaran la cabeza…), nos regalaba el caramelo envenenado de que todo “debe producirse como consecuencia de la práctica y la evolución social y protocolaria, pero no mediante prohibiciones legales que no tienen ningún sentido”. Otro socialista, E. Jáuregui, declaraba por esas mismas fechas que “la laicidad debe ir al ritmo de los cambios sociales”.
Y hace unos días, otra vez Ramón Jáuregui, ahora ministro de la Presidencia, envió un telegrama de felicitación a Rouco, a quien deseó “éxito en el desempeño de su responsabilidad”, al tiempo que expresó la disposición del Ejecutivo a “continuar con la colaboración y el diálogo” con la Iglesia “para el bien general de la sociedad”. En realidad, todos los Gobiernos tienen simplemente miedo. Al coco. A la SICAR (Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana). A sus pompas, a sus fuerzas vivas, a sus medios de comunicación, a toda la caspa nacionalcatólica acumulada desde hace siglos en nuestro país.
A la pérdida de votos. Al chantaje. Al frufrú de las sotanas, a las pancartas celtibéricas y al tintineo de los rosarios en la calle. Mira que sus papás y mamás (los citados, más Prieto, Largo Caballero, Fernando de los Ríos y tantos otros) insistieron en que el coco no existe, que no anda por el fondo oscuro del pasillo de casa, que deben abrir bien siempre las ventanas. Pero ellos, erre que erre, espantando fantasmas con palabras que se lleva el tiempo, embutidas en programas electorales cada vez con menor credibilidad y formuladas aún (¡aún!) en futuro imperfecto.
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