Aquella mañana hacía un frío que
pelaba y no me podía imaginar que la vida iba a hacerme semejante regalo. Subí
hasta una tienda de artículos del hogar de la calle Zumalacárregui y se
presentó como una aparición. Una mujer que responde al nombre de Laura me contó casi a modo de saludo que
había perdido a Ludmila, una niña de diez años fallecida de neumonía un año antes.
En sus ojos se adivinaba un permanente anhelo de su hija en plena oscuridad y sus
manos parecían estar vacías.
Hay tragedias en las que no cabe
respuesta alguna, salvo el silencio y la empatía. Hay también quien dice que el
tiempo todo lo cura, pero al mismo tiempo ignora lo lacerante que puede llegar
a ser cada segundo y las toneladas de tristeza asentadas en el alma especialmente
a determinadas horas y en determinadas fechas. Los recuerdos parecen corroer
las paredes del ánimo y cada recoveco de la memoria escuece sin posible
lenitivo.
No obstante, aun por puro
instinto de supervivencia, hasta el más perjudicado en un naufragio busca un
tablón al que aferrarse para que tengan significado al menos el aire que
respira y la luz que alcanza la retina. A menudo, paradójicamente, ese tablón
es la huella misma de quien se ha ido, el propio amor perdido y dolorido. Su
recuerdo parece obtener solo silencio, a pesar de estar dispuesto a dar la vida
entera por una sola de sus palabras, por gozar de la más pequeña de sus
sonrisas. Mas el universo parece haber quedado vacío y los oídos duelen de
tanto no oírlo ya, y los ojos duelen de tanto no verlo ya, y las manos duelen
de tanto no poder acariciarlo ya.
La vida entera se transforma en
duelo. Es la última de las lecciones que se debe aprender: convivir con el
duelo, sobrevivir al duelo. Sobrevivir, sí, sobrevivir en la voluntad de que el
amor permanezca al menos como duelo. Después, algunos consiguen además descubrir
el obsequio que siempre han tenido ante sus ojos y aún no se han atrevido a
contemplar con un cierto sosiego: la vida de quien añoran es la misma vida que
incita a mirar hacia delante, seguir caminando a pesar del cansancio. Si
aprenden a escuchar, reconocen entonces en su interior la voz del ausente, la
vibración de cada palabra en su corazón, y tienen la certeza de que finalmente
todo tiene descanso si la mirada se dirige al horizonte por llegar y no a los
paisajes sin retorno. Esas personas tienen la fortuna de haber arrancado de las
fauces del duelo la certidumbre de que nadie desaparece mientras tenga una
mente y un corazón donde pervivir, si cuenta con la firmeza de quien se queda
para continuar existiendo a raudales y sin pesadumbre.
Los mejores maestros para
aprender a superar el duelo y abrir los brazos a la vida son los niños. Son
ellos los que mejor saben que
la felicidad no es una meta, sino
la consecuencia de lo que hemos hecho con y de la vida en el transcurso de nuestra existencia. Un
niño entiende que vivir es convivir, luchar por algo valioso con otros, compartir
el sol, el agua, el pan y el aire, agradecer la palabra y el silencio,
extasiarse con la caricia, residir en la mente y en el corazón ajeno, recitar
poemas que alivian la fiebre, contar cuentos de final feliz, y sonreír en el placer y la alegría, también
en el dolor y la zozobra.
No es otra cosa lo que
cada día intenta transmitir Gael a su madre, rota aún por su hija de
diez años fallecida el año pasado. Gael tiene cuatro años, pero ya conoce bien
el camino por el que abrirse paso en la espesura y esa sintonía del alma en la
que escucha el susurro de su hermana alentándole a proseguir sin vacilar la
marcha, a continuar sosteniendo a su madre hasta que finalmente ella comprenda
la necesidad de liberar el universo entero mediante la recia determinación de
que la vida no quede un segundo más estancada en el marasmo.
Existir debería ser siempre un acto permanente de gozoso, consciente y
libre zambullirse en la aventura del vivir. Nos ha tocado vivir en lo que algunos han llamado
“sociedad del bienestar”, pero el verdadero bienestar proviene principalmente
de dentro, de la propia mirada y del propio corazón, también de la mirada y del
corazón de los otros, incluidos quienes se han ido. Cuando el sol apenas asome
ya en el horizonte de la vida, entonces nos daremos cuenta definitivamente de
que lo más valioso es cuánto hemos querido y cuánto nos han querido.
Ayer al llegar a casa me encontré con una maravillosa sorpresa.
ResponderEliminarDe pronto cuatro preciosas hadas empezaron a cantarme el cumpleaños feliz:
¡¡Eran las amiguitas de Ludmila!! Camila, Noelia, Eire y Daisy. También estaban sus mamás: Pierina, Nines y Mariasa.
Nos abrazamos y luego Mariasa leyó para todas tu artículo.
Hay sentimientos que no pueden contarse con palabras, pero al menos quiero decirte GRACIAS!
Un fuerte abrazo.
Gracias a ti por existir.
ResponderEliminarQuero un regalo: sonríe, vive y vuela.
Es como más feliz se sentiría Ludmila al verte.