Artículo a publicar el próximo miércoles en El Periódico de Aragón
Recibí el otro día la invitación por parte de un canal de televisión con
sede en Madrid para participar telefónicamente en un debate sobre la existencia
de capillas religiosas en la universidad pública. Mientras escuchaba el debate
antes de que me dieran entrada pude percatarme una vez más de hasta qué punto
la derechona y la ultraderechona hispánicas han anegado el mundo de los medios
de comunicación: los contertulios predicaban improperios contra la oleada de
ofensas y persecución religiosa que presuntamente asuelan España por culpa de
la política laica del Gobierno socialista.
Intenté clarificar, entre otras cosas, que el laicismo no pretende ir en
contra de la religión o de las creencias, pues solo revindica que los espacios
comunes pertenezcan a todos por igual, sin discriminación o privilegio alguno,
que nuestros representantes públicos respeten el principio constitucional de la
aconfesionalidad de las instituciones del Estado, de tal forma que podamos ejercer nuestro derecho a la
libertad de conciencia (dentro de la que se enmarca la libertad religiosa) en
plena igualdad de condiciones. Fue inútil. Aquellos predicadores de la España
una, grande y católica esgrimieron exclusivamente el anecdotario de las estudiantes que se pusieron en
topless tras irrumpir en la capilla católica existente en el campus de
Somosaguas de la Complutense de Madrid o la “procesión atea” que ha organizado
para el “jueves santo” un grupo de organizaciones, principalmente la Asociación Madrileña de Ateos y Librepensadores.
Enseguida saqué la conclusión de que con esos amigos no se necesitan
enemigos: la mejor publicidad a favor de la Conferencia Episcopal Española, las
organizaciones ultracatólicas como “Hazte Oír” o el enorme piélago de poderes
fácticos políticos y económicos ultraconservadores es que unas muchachas
denuncien en topless la homofobia y el machismo de la Iglesia Católica dentro
de una capilla católica universitaria (por mucho que esa capilla no deba
existir en un lugar institucional público) o que para mostrar su disconformidad
con el cúmulo de procesiones católicas de esta semana algunos organicen otras
procesiones paralelas y análogas. En ese río revuelto, grupos y organizaciones
neo y ultraconservadoras pretenden crear malintencionadamente la confusión de
identificar el movimiento laicista con lo que ellos llaman “laicismo radical”,
o el ateísmo con el laicismo, según ellos de tinte antirreligioso, anticatólico
y anticlerical. De paso, por culpa de unos cuantos actos en los que no brilla
precisamente la mesura, se ven injustamente puestos en entredicho años de
trabajo y de racionalidad en nuestra sociedad por parte del laicismo. La
provocación innecesaria o desacertada de algunos es interpretada así como
abierta hostilidad contra la religión o las creencias religiosas.
Sin duda, un laicista no puede
estar de acuerdo con los privilegios económicos, políticos, sociales y
simbólicos que la iglesia católica detenta en detrimento de la igualdad y la
libertad constitucionales, sino que, por el contrario, reivindica la derogación
del Concordato y los Acuerdos entre el Estado español y el Estado del Vaticano
sobre los que se basan tales privilegios, y se opone a la pretensión por parte
de cualquier confesión de imponer sus códigos morales e ideológicos o a la
presencia de símbolos, celebraciones, calendarios y ritos confesionales en el
ámbito de las instituciones públicas y a cargo del presupuesto público. Pero lo
que tampoco puede y debe olvidar un laicista es que mucho más responsable es quien
permite, avala y costea esos privilegios (el Gobierno y el Congreso) que quien
de ellos se beneficia (las iglesias).
Con motivo de la visita de Joseph Ratzinger a Santiago y Barcelona el año pasado, hubo intentos de
mandarle algunos libros que cuestionaban la religión como protesta por lo que
costaba ese viaje a los españoles, pero yo recomendé que más bien se enviase un
ejemplar de la Constitución a nuestros gobernantes, que deciden y ordenan
destinar ese dinero público a un asunto privado confesional. Y esa misma
responsabilidad cae sobre nuestros gobernantes y congresistas, que por
intereses espurios y electoralistas mantienen la enseñanza de la Religión en la
escuela pública, el Concordato y los Acuerdos con el Vaticano, o los
privilegios económicos, fiscales, educacionales e institucionales a favor de la
iglesia católica. A raíz de aquella visita hubo una fuerte campaña para que
Ratzinger nos devolviera el dinero, pero pocos acertaron a exigir al pagador
(los Gobiernos central y autonómicos respectivos) que no destinase fondos
públicos a eventos privados confesionales.
Laico no equivale a ateo, y
viceversa. Ateo no equivale a antirreligioso y viceversa. La procesión laica
más palmaria y efectiva son los catorce millones de desplazamientos de esta semana
por las carreteras hacia la playa y la montaña. Lo realmente criticable en las
procesiones católicas es la presencia de nuestros alcaldes, ediles,
gobernantes, congresistas y representantes en las mismas en calidad de sus
cargos, así como la presencia e intervención, a veces rayando lo histriónico,
de la policía municipal, la Guardia Civil, las Fuerzas Armadas o la Legión en
tales actos católicos.
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