Me he preguntado qué tienen los reyes y los príncipes, las
reinas y las princesas, para embelesar (alienar) a la gente. Ayer se casaron
dos (ella, ¡plebeya!) en Londres y fue la noticia del siglo, especialmente su
beso real en el balcón del palacio. Mientras, iban cayendo en otro lado niños,
adultos y ancianos como mosquitos y moscas de malaria y disentería, pero eso no
importa. Mientras, la cifra de parados en España roza los cinco millones, pero
eso no importa.
Adentrados en el siglo XXI, el discurso sobre la igualdad y
la libertad recibe una pedorreta por parte del pueblo, enfrascado en la contemplación
de la boda. ¿Igualdad? La sangre azul hace que la jefatura del Estado de no sé
cuántos países siga en manos de unas cuantas familias con los cromosomas
maltrechos y la línea de consanguinidad echando chispas. Si eres hijo o hija de…,
eres rey o reina, y mandas y no trabajas y luces trajes y vestidos de marcas
carísimas y viajas y no pegas golpe y haces como que haces algo. Eres el jefe
del Estado, casi nada.
Antes era axioma eso de que el poder viene de dios, si bien
nadie osaba decir que el poder de ese dios viene de la renuncia a poder algo
por parte de sus adoradores. Clero y reyes y potentados y guerreros se unían
para que todo estuviese en su sitio. Y para ello necesitaban a un rey. Ha
habido muchos reyes: de copas, de oros, de espadas, de bastos. En España me
esfuerzo por encontrar a alguno presentable.
Y encima los televisan.
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