Publicado hoy en El Periódico de Aragón
En un libro de reciente aparición (Qué te importa lo que piensen los
demás?, Alianza), el premio Nobel de Física en 1965, Richard P. Feynman, cuenta sus idas y venidas por Washington y la
NASA tras ser nombrado miembro del comité de investigación de la explosión del
trasbordador espacial Challenger en 1986. Con su humor habitual, va desgranando
datos y anécdotas en los despachos y pasillos políticos y empresariales de los
organismos que estaban implicados en el asunto. En algunos pasajes recuerda a
nuestro añorado José Antonio Labordeta
en su época beduina en el Congreso.
Al final del libro, Feynman ofrece su visión de todo aquel asunto desde
el sentido común y desde la ciencia, que parece encajar como anillo al dedo en
la actualidad, especialmente en este período preelectoral, cercanas ya las
elecciones municipales y autonómicas de mayo del presente año. Cuenta, por
ejemplo, que había comprendido cómo se operaba y maniobraba, de hecho, en
Washington y la NASA. Así, por ejemplo, los trabajadores de un gran organismo o
empresa saben lo que conviene (en un sentido amplio) hacer, sin que se lo
digan. Y sus jefes, saben lo que tienen que decir y hacer, sin pillarse los
dedos y teniendo siempre a mano un tercero sobre quien descargar
responsabilidades.
Feynman tiene muy claro que para obtener logros científicos es preciso
describir con sumo cuidado las pruebas disponibles, con independencia de las
expectativas y valoraciones personales de quien las examina. Ante una teoría,
hay que sopesar con toda la ecuanimidad posible los pros y los contras de la
misma, someterla a comprobación y ponerla a disposición de quien quisiere
conocerla o criticarla. Feynman llama a esta actitud honestidad e integridad
científicas.
Sin embargo, observa Feynman que en otros ámbitos, como los negocios, se
funciona de una forma bien distinta. Pone como ejemplo el mundo publicitario,
donde, según él, no pocos de sus anuncios están palmariamente diseñados para
engañar al cliente o al consumidor de una forma u otra. Y concluye que en el
mundo de las ventas (a pesar de que su padre pertenecía a ese mundo y era un
hombre cabal y honrado) existe “una cierta carencia de integridad”.
Sobre la base de estas reflexiones, Feynman analiza sus experiencias en el
mundo de la política y de la empresa donde le había tocado moverse como miembro
de la comisión de investigación del Challenger. Por ejemplo, cuando ve a un
congresista dando su opinión sobre algún asunto, se pregunta si lo que dice
responde a su verdadera opinión o representa más bien una opinión “diseñada con
el fin de ser elegido”. Se trata de una buena pregunta, aplicable también a la
realidad política actual. De hecho, se está produciendo un verdadera corrosión
de la credibilidad de la clase política española (en la que quedan implicados
también los políticos honrados, sinceros y honestos), pues a menudo da la
impresión de que un considerable número de políticos no dice lo que piensa (en
algunos casos, parece una duda razonable cuestionar incluso que piensen algo),
sino solo lo que conviene a sus
intereses más pedestres y más descalifica a sus contrincantes.
Feynman da un paso más y se plantea a renglón seguido qué relación hay
generalmente entre la integridad personal y el trabajo para un político, un
partido político o un gobierno. Feynman ha visto tanto en unos meses y ha
echado de menos tanto en el mundo político y empresarial que se pregunta cómo
puede prosperar en Washington una persona íntegra. En otras palabras, hasta qué
punto es realmente posible mantener íntegramente las convicciones éticas en el mundo del negocio político o
en qué medida es posible conciliar incondicionalmente la honestidad personal
con el cotidiano trasiego de intereses y negociaciones en el mundo político. Ni
que decir tiene que hay (incluso personalmente he tenido la fortuna de
comprobarlo) políticos honestos, sinceros y generosamente entregados a llevar a
cabo sus programas y sus ideas. Sin embargo, basta abrir el periódico por la
mañana para constatar que el mundo de la política y de la judicatura (¿son el
mismo?) están peligrosamente a merced de las volubles ráfagas de ideologías
ajenas a su función, del dinero multicolor, del afianzamiento de la propia
poltrona o de tantos otros motivos insospechados para la ciudadanía.
Feynman concluye, aplicando
una sencilla regla lógica, que a la vista de lo mucho y bien que se defienden
determinadas personas en Washington difícilmente pueden ser unas personas
íntegras. Sin embargo, es obligado distinguir entre las personas dedicadas
honestamente a la verdadera política y las personas metidas en el
“maniobrerismo” político con el objetivo básico de alcanzar el poder y
conservar sus cargos. Abundan las segundas, pero está en manos de la ciudadanía
votante afincar a unas y desbancar a las otras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Si lo deseas, puedes hacer el comentario que consideres oportuno.