El
otro día una persona denunciaba apasionadamente la escasa acogida que tienen
las ciencias ocultas en la sociedad actual, pues, según ella, ayudan a
esclarecer y mejorar la vida intrincada de muchos. Se me pasaron de inmediato
por la mente unas cuantas ideas.
Por ejemplo, que las expresiones “ciencia” y “científico” se han
transformado en alguna suerte de talismán mágico por el que algo adquiere el
rango de verdadero e incontrovertible, de tal forma que, pongamos por caso, una
pasta dentífrica o un producto “crecepelo” o “antiedad” solo serían fiables si
están “testados científicamente” (testar: anglicismo utilizado en el sentido de
“someter a una prueba o control”), aunque en no pocos casos no dejan de ser una
auténtica tomadura de pelo. Así,
hoy por hoy, a las expresiones sagradas “Palabra de Dios”, “Alá es grande” o
“Hare Krishna, hare, hare” se han unido algunas otras, como “los científicos
dicen” o “está probado por la ciencia” (sin que ninguna de ellas deje claro qué
es finalmente eso de ciencia o cuántos científicos lo han certificado alguna
vez).
La cosa se complica aún más porque no puede haber una ciencia que sea
oculta: una ciencia, si realmente es ciencia, lejos de estar escondida u
oculta, ha de estar abierta a todos y a disposición de cuantos deseen
informarse de sus teorías y argumentaciones, sin ningún tipo de exclusivismo o
discriminación. Precisamente la labor científica y el saber racional buscan
hallar nuevas verdades des-cubriéndolas, des-ocultándolas, des-velándolas,
des-tapándolas (por eso Ortega dice
que la verdad es una indecencia, pues está dispuesta a darse sin tapujos y sin
púdicos velos a quien la busque y la encuentre). Precisamente por eso, no vale
que alguien piense por nosotros, pues sigue diciendo Ortega que “quien
quiera enseñarnos una verdad, que
nos sitúe de modo que la descubramos nosotros”.
En realidad, las denominadas “ciencias ocultas” son a fin de cuentas
distintas modalidades de pseudociencias o de sucedáneos de ciencia. Por mucho
que algunos de sus representantes defiendan su legitimidad científica, no
ofrecen unas bases mínimas para ser aceptadas como tales en la comunidad
científica. Por poner un ejemplo, más allá de la gente que lee horóscopos, ve
programas televisivos ad hoc o paga
cada año su carta astral al supuesto intérprete de los cielos y los
firmamentos, en cierto modo la ciencia es a la astrología lo que la música es a
la música militar. Mal que les pese a los partidarios de las diversas
pseudociencias, se trata de conocimientos que no cumplen los requisitos mínimos
del método científico.
El hecho es que desde hace años cae sobre nuestras cabezas una
verdadera tormenta de “saberes” que dicen ser científicos, pero cuyos
supuestos, métodos y pruebas sobrenadan las ambiguas aguas de la superstición,
la creencia y una cierta racionalidad. Sin embargo, son de una inconsistencia
flagrante, pues incluyen contradicciones lógicas difícilmente conciliables con
las ciencias propiamente dichas e incluso con una honesta racionalidad, a la
vez que desconocen qué es pensar y argumentar independientemente de los
intereses y las expectativas de quien dirige o acepta sus bases ideológicas.
Por otro lado, las pseudociencias viven del dogmatismo, pues sus principios no
son demostrables ni refutables. Se trata de teorías que no aportan pruebas de
sus propios fundamentos y a la vez se proclaman eternas e inmutables, pues
creen que sus verdades ya están definitivamente a nuestra disposición y la
máxima prueba de su veracidad es la autoridad del fundador, los iniciadores o
alguna suerte de entes supremos que las han revelado, de tal forma que
finalmente quedan transformadas en afirmaciones esotéricas y misteriosas.
Así, continuando con Ortega, desconocen también “el descubrimiento de las
cosas no es algo que se haya conseguido de una vez por todas, sino una tarea
continua en la que se van alcanzando verdades de modo paulatino. La tesis
contraria, la tesis de que ese descubrimiento se haya dado alguna vez en el
pasado y para siempre, sería el suicidio del pensar”.
En
un lenguaje abstruso y oscuro, comprensible solo para unos pocos, acuden a
conceptos cuyo significado preciso nada tiene que ver con su significado
científico. Emplean un lenguaje plagado de expresiones sin sentido en el
contexto donde las sitúan (energía vital, sobrenatural, dilución extrema, fe,
infinito, inmaterial, creación, espíritu, destino…), que al verlas en
entredicho y sujetas a un examen racional, al ver rebatidas sus presuntas
verdades, ni se les ocurre (tampoco pueden) aducir pruebas racionales,
empíricas o científicas con que explicar sus teorías, sino que, por el
contrario, acuden a falacias ad hominem
con que descalificar personalmente a sus críticos, a la vez que se proclaman
víctimas de oscuras conspiraciones o persecuciones.
¿Ciencias
ocultas? ¿Cuándo dejarán de llamarse lo que no son?
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