Hace unos días, un
grupo de chavaletes,formaba un corro sobre la hierba del
Parque Pignatelli de Zaragoza. Al pasar a pocos metros de distancia y al oír
sus gritos y sus voces, no pude menos que detenerme a escuchar. Unos cuantos
preguntaban a un compañero, regordete y más bajito, aparentemente hijo de
inmigrantes, operaciones básicas de aritmética, a las que no respondía. Su
mirada quedaba perdida a lo lejos, y no hacía el menor gesto o movimiento,
mientras las caras de sus interrogadores cada vez estaban más cerca de la suya.
Finalmente, uno de ellos le espetó: “Gilipollas, que no te follas ni a un pez”,
y otro: “Tienes más tetas que Frankenstein” (desconozco tanto como ellos el
significado de ambas expresiones). Me fui de allí, dolorido por dentro,
pensando que aquel chaval iba a cenar y a dormir muy triste aquella noche.
Nos van inculcando
y recalcando desde niños que el más listo es el que más tiene, el que domina a
otros. Cuantas más tierras posee, cuantas más personas trabajan para él, más
listo parece o aparece ante algunos. Dentro de la cultura anglosajona
imperante, está valorado ante todo ser un “ganador”, mientras que ser un
“perdedor” equivale a una maldición social. Nadie explica, sin embargo, qué se
gana y qué se pierde realmente. Nadie explica tampoco que en el caso de muchos presuntos
ganadores lo que ganan es a costa de echar a perder su vida, en el sentido más
auténtico de la palabra.
El ser humano no es
dueño o amo de la naturaleza, sino un producto de ella y de la evolución
biológica. Vive en y de la naturaleza, y debería cuidarla y respetarla con
esmero, porque así se cuida y se otorga a sí mismo respeto. Si, por el
contrario, el ser humano agrede o vuelve la espalda a la naturaleza, se
convierte en un ser extraño a sí mismo, alienado, fuera de lugar.
Dicen los
antropólogos que la conducta de los seres humanos es, en comparación con otros
animales, mucho menos dependiente de los instintos, precisamente porque una
parte considerable de nuestros actos y comportamientos deben ser aprendidos necesariamente
dentro de un grupo social y una cultura determinada. Somos los seres vivos que
más precisamos desde el primer momento de nuestra existencia y durante muchos
años del cuidado de los demás, del bagaje de conocimientos que nos van
transmitiendo (desde el lenguaje hasta las costumbres más cotidianas). Somos
seres sociales y adquirimos pleno significado como humanos dentro de la
sociedad.
Sin embargo,
nuestra dimensión social no debería ser utilizada para dominar o sojuzgar a otros.
Nuestro impulso primario no debería ser tener que defendernos frente al intento
de dominancia o agresión del otro, sino la cooperación y la colaboración con
los demás. Solo desde esta dimensión social positiva podemos desarrollarnos
plenamente como seres humanos y alcanzar los proyectos personales y grupales
que nos hayamos propuesto. El principio de comportamiento básico que tendríamos
que llevar a cabo y que deberíamos inculcar en la infancia no es aquello de “o
pisas o te pisan”, sino “todos somos libres e iguales ante la ley, y sujetos de
los mismos derechos y obligaciones”. Parece utópico, pero es la única vía para que la convivencia
sea efectiva y constructiva. Así como la tierra es de todos, así como el
producto de nuestro debería pertenecernos, de igual forma la sociedad se
debería mover en términos de libertad, justicia y cooperación. Solo sobre estas
bases es posible otro mundo y un desarrollo realmente sostenible.
Una asociación no
es simplemente un club de recreo o una organización solo utilitaria, sino
también la expresión y la plasmación de la voluntad de cooperación de unas
personas en vistas de un objetivo común. En algunas de esas asociaciones
encontramos también unas personas, que hallan su bienestar personal y vuelcan
muchas de sus mejores energías en la cohesión, la buena marcha y la eficacia de
esas asociaciones. Son personas dignas de nuestro respeto y de nuestra
admiración, pero también y sobre todo de nuestro apoyo, aliento y reciprocidad.
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