Leía ayer en el Huffington Post una noticia sobre un niño brasileño de cinco años cuyo
mayor sueño es ser basurero. Y no es que yo considere que este oficio no puede
ser tan digno como otro cualquiera, pero también ocurre que la mayor parte de
los niños quiere ser astronauta o médico o superhéroe, pero raramente basurero.
Aquel niño, Eduardo, cuando escuchaba el ruido del camión, saltaba de la cama
para saludar a los operarios. Pues bien, el pasado 4 de mayo era el cumpleaños
de Eduardo y ellos le regalaron un pequeño uniforme verde de basurero y lo
llevaron a dar una vuelta por el barrio en su camión. "Incluso se puso a recoger unas bolsas de
basura de las calles", contaron. Hasta la tarta de cumpleaños y los
regalos —entre ellos, un camión de la basura en miniatura— eran temáticos. Y Eduardo
fue feliz, muy feliz.
Me
quedé pensando en que Eduardo era efectivamente un niño afortunado, pues sabe
lo que quiere y además es capaz de tener ilusión y sobre todo amigos.
Desconozco qué será de Eduardo cuando sea mayor, pero siempre podrá decir
refiriéndose a estos años que le vayan quitando “lo bailao”. De hecho,
existimos y sobrevivimos en una sociedad donde la mayor parte podemos comer
tres veces al día, dormir bajo un confortable techo y dejar que siga en
marcha la cinta transportadora sobre la
que nos montan desde que nacemos hasta que morimos. Sin embargo, también es una
sociedad en la que cada vez más parece que para tener trabajo hay que competir
sin cuartel con (contra) otros que carecen de él, una sociedad donde el aparato
propagandístico nos clasifica en un abrir y cerrar de ojos como perdedores o mediocridades
o ganadores.
Hace años en
un Instituto madrileño de Bachillerato hice creer al alumnado de un grupo de 2º de BUP que el
Servicio de Inspección del Ministerio de Educación y Ciencia había enviado una
circular por la que se obligaba a suspender en junio al menos a dos alumnos en
la asignatura de Ética, pues resultaba inadmisible que todos quedasen aprobados
en junio. Al principio, la inmensa mayoría se lo tomó a chirigota, pero a
medida que transcurrían los minutos, algunos comenzaron a dudar, pues
comprobaron que yo mantenía el supuesto
comunicado ministerial sin vacilaciones. Al poco rato, las bromas dejaron paso
a las primeras protestas, y después, poco a poco, incluso a amenazas de contestación.
Cuando aquellos muchachos y muchachas vieron definitivamente las orejas al lobo
y en peligro el aprobado de la asignatura, comenzó a producirse fisuras dentro
del grupo. Finalmente, les invité a deliberar sin mi presencia para decidir después,
antes de finalizar la clase, una postura de conjunto. Pues bien, a los pocos
minutos, fueron a buscarme pues habían tomado ya una decisión: dos compañeros,
los más apocados y pusilánimes del grupo, habían quedado suspendidos en junio
por decisión mayoritaria...
Probablemente
a aquellos alumnos y alumnas no les gustó la resolución tomada, pero a la hora
de justificarse pensaron que la culpa no era de ellos, sino del Inspector de
Educación, y que -debiendo cargar alguien con el mochuelo- no iba a ser uno
mismo el suspendido. En cualquier caso, no habían escogido voluntariamente una
situación en la que, para salir indemne, otro debía resultar damnificado. De
hecho, el argumento final esgrimido por casi todos aquellos muchachos y
muchachas se resumía en “o pisas o te
pisan”. Casi nadie era partidario de ir por ahí pisoteando al prójimo, pero
la vida puede aparecer a veces en toda su crudeza y entonces parece no caber
otro remedio que sobrevivir al precio que sea, aun sabiendo que para ello habrá
más de un lesionado e incluso algún que otro cadáver: lo que finalmente
prevalece es la ley del más fuerte (adornada hoy con el eufemismo de la
“competitividad”). Dicho de otro modo, la razón de la fuerza sobre la fuerza de
la razón.
Por
si fuera poco, hay quien pretende presentar la competitividad como una
condición de la libertad: cada individuo cuenta como punto de partida con las
mismas posibilidades, siendo primordialmente su capacidad, su esfuerzo y su
tesón los que determinan el éxito o el fracaso final de su vida o de sus
proyectos. Sin embargo, en no pocos casos se trata de una ficción, creada interesadamente por
los que gozan de una situación de
ventaja. Competir puede ser sin duda algo divertido, una actividad lúdica o
deportiva, y a veces también una necesidad, pero en ningún caso debería
convertirse en una coartada del poderoso para mantener a ultranza su situación
de privilegio. Sea como fuere, Eduardo no tiene cabida en ese mundo y su
uniforme verde de basurero contrasta enormemente en esta guarida de canallas en
la que nos vamos convirtiendo sin percatarnos de ello, sin que se nos ocurra
romper la baraja y buscar ser felices como Eduardo y con todos los Eduardos del
mundo.
Otro dardo en la diana. "Filibusterilandia" solo puede existir gracias a los "filibusteros". Que en este país son (¿O tal vez somos?) la inmensa mayoría. Por eso los responsables políticos, que conocen bien la idiosincrasia del personal, duermen tan tranquilos. Al fin y al cabo, "Engañar y robar a un ladrón, cien años de perdón".
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