Se ha acercado
a mi mesa, mientras tecleo ante el ordenador, y me entrega, cuidadosamente
dedicado, su libro Historia Calamitatum,
la historia de las calamidades que le fueron aconteciendo a lo largo de su
vida. Le miro con admiración y sobre todo mucha gratitud. Y él lo nota.
¡Con cuánta
pasión se dedicó a la enseñanza de la filosofía de su tiempo, de la lógica y la
dialéctica en diversas escuelas episcopales y palatinas, sobre todo en París (precursoras
de las universidades)! Apasionaba, casi seducía, a sus alumnos y a los de otras
escuelas y maestros doctores, con la consiguiente envidia de sus competidores.
“Sí, sí”, corrobora Abelardo, “procuraba vivir y enseñar apasionadamente,
Antonio”.
Y a principios
del siglo XII, concretamente en 1115, conoció a Eloísa, a la que amó con todas
sus fuerzas. Era sobrina de un canónigo de la Catedral de París, Fulberto, que
le confió su educación. Y pronto se enamoraron y se hicieron ardientes amantes.
En 1119 tuvieron un hijo, Astrolabio (bella ocurrencia, un
antiguo instrumento de navegación usado para orientarse que permite determinar
la altura de un astro y deducir, según esta, la hora y la latitud). Se casaron
entre no pocas dificultades, Eloísa se medio ocultó en un monasterio y una
noche, traicionado por su criado, Abelardo fue castrado por el canónigo Fulberto
y otros secuaces, que habían entrado furtivamente en su habitación.
Abelardo
rompió a llorar entonces ante mis ojos y yo guardé silencio todo el tiempo que
él necesitó.
Abelardo
superó el trauma del mejor modo posible y volvió a enseñar apasionadamente
filosofía, dialéctica y lógica. Murió en 1142 y esperó 22 años hasta que Eloísa
fue enterrada junto a él. Ahora ambos están juntos en una
misma tumba en el cementerio parisino de Père-Lachaise.
Abelardo tiene
ahora una gran sonrisa que ilumina su cara y su alma. Y entonces vuelo con él
por la ionosfera, lleno de luz y de apasionada esperanza.
Sic et
non. Yin y Yang. Dualidad necesaria de la vida. Abelardo, todo amor y pasión
que conllevan desventura. Sufrimiento indeseado, pero inevitable. Conocer abre
al dolor. Desconocer lleva al posible apartamiento. Lágrimas y abrazos.
Principio y final que llevan al principio del final de otro principio. Canciones y poemas para Eloísa que no han
sobrevivido al tiempo. Tiempo como hoy en que sigue alumbrando en los ojos de
Abelardo apasionadamente su amor a Eloísa.
Su
sobrenombre era “Golía” (“Golía Abelardo”) y ha dado nombre a un movimiento
principalmente universitario y estudiantil (Goliardía), sobre todo en Italia y
Suiza. Así viene asociado su nombre a la necesidad de que el estudio vaya unido
siempre el gusto del saber, pero también al gusto por la transgresión, la búsqueda de la ironía y
el placer de la compañía y de la aventura.
“¿Por qué
no escuchamos juntos ahora Liebestod del Tristan e Isolda de Wagner, Antonio?”,
me pide Pedro Abelardo. “Claro, amigo mío”, accedo, gustoso. “Mild und leise,
wie er lächelt” (suave y apacible mientras sonríe…). “Liebestod” (muerte de
amor). Es una de las canciones más bellas sobre el amor y la muerte, ¿no crees,
Abelardo?” “Sí, es verdad”, responde, “¡me gusta tanto cada vez que la escuchas
y así también yo la puedo escuchar contigo..!”.
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