Publicado hoy en Izquierda Digital
Leo en la prensa que
el señor Ratzinger ha hablado de la existencia ante los jóvenes católicos que
han acudido a la JMJ. Algunos recordarán que, sobre todo en los años
posteriores a la segunda guerra mundial, proliferaron los pensadores centrados
en el análisis de la existencia y que fueron clasificados dentro del movimiento
“existencialista”. Como común denominador, muchos de ellos afirman que la
existencia humana es un permanente ir haciéndose a golpe de decisión, pues cada
instante se nos abre un abanico de posibilidades entre las que tenemos que
elegir necesariamente para desarrollarnos como humanos. Esa obligada capacidad
de decisión permanente de uno mismo es la libertad. Por eso mismo, somos
responsables de lo que vamos resultando ser: somos producto de nuestra libertad
y capaces de llevar nuestra vida por donde consideremos conveniente, incluso de
echarla a perder.
Ratzinger propone
ideas no susceptibles de razonamientos, argumentos y análisis racionales, sino
de fe, es decir, que uno se las cree o no se las cree, sin otros aditamentos o
apoyaturas. En ese contexto, previno el otro día en la madrileña plaza de la
Cibeles contra la “tentación” de una “existencia sin horizontes” y una
“libertad sin dios” (el suyo propio, pues los demás dioses son falsos para él y
los suyos). Por lo mismo, criticó a quienes,
“creyéndose dioses” desearían “decidir por sí solos qué es verdad o no,
lo que es bueno o es malo, lo justo o lo injusto”. Algo parecido, pues, al
galimatías existencial que Rouco Varela espetó días antes con la frase sin
sentido de que la juventud actual ha perdido sus “raíces existenciales” (¡!).
Toda una frase con pretensiones de profundidad y que a la postre resulta ser
una pseudoproposición. Toda esa batería de misiles estaban dirigidos a la
obsesión fundamental en el mundo católico: sexo, eutanasia, aborto.
Particularmente disparó contra quienes se creen en el derecho de decidir “quién es digno de vivir o puede ser
sacrificado en aras de otras preferencias”.
Me viene a la mente
el Prólogo de Así habló Zaratustra,
en el que Nietzsche presenta a Zaratustra recluido en una montaña reflexionando
sobre la naturaleza y el ser humano. Finalmente decide bajar y al primero que
encuentra es a un ermitaño dedicado a orar y alabar a su dios. Tras conversar
un buen rato con él, leemos: “Mas cuando Zaratustra estuvo solo, habló
así a su corazón: «¡Será posible! ¡Este viejo santo en su bosque no ha oído
todavía nada de que Dios ha muerto!». No quiero ahora detenerme en alguna
suerte de muerte de dios, ni en argumentar su existencia o inexistencia.
Traslado la citada exclamación de Zaratustra a las palabras de Ratzinger. Dios
es para él un pre-concepto y un pre-juicio, pues no solo da por descontado su
existencia, sino que cualquier persona en su sano juicio debe admitir la
existencia de su dios, único y verdadero. Ratzinger no se da cuenta de que
“dios” es una palabra y un concepto que para muchos carecen de sentido, y para
otros muchos significa algo completamente distinto. De hecho, si dedicáramos
algún tiempo a informarnos acerca de la historia de las religiones y sus
respectivos dioses, todas y cada una de ellas con el afán intransigente y
fanático de poseer la verdad absoluta y combatir a las religiones vecinas por
idólatras y falsas, a mucha gente le resultaría bastante difícil –desde la
razón, claro está, no desde la visceralidad- mantener la verosimilitud o la
coherencia de su propia religión.
Afirma Ratzinger que equivale a “creerse
dios” sostener el derecho que cada uno tiene de disponer de su propia vida,
llevarla por donde se considera oportuno y decidir libre y responsablemente su
acabamiento. Ignora Ratzinger que quienes así piensan y están determinados a
llevar a cabo esta certidumbre tienen la mente y el corazón en ámbitos
completamente ajenos a sus discursos y sermones. Yo me declaro dueño de mí
mismo, declaro que mi vida y mi muerte están en mis manos, que nadie puede y
debe interferir en mis ideas y decisiones, que quiero morir dignamente porque
amo la vida, que de una vida buena y digna se sigue una muerte buena y digna.
Ratzinger, en su supina ignorancia,
quiere relegarme por ello al mundo de los seres humanos que, en su locura, se
creen dioses. Ignora que no hay otra motivo para declararse dueño de uno mismo
que saberse y quererse humano. Ratzinger pretende hacer creer que no hay bondad
sin dios, que no hay verdadera libertad sin dios; pretende someternos dentro de
una moral de sumisos, resignados, esclavos, dependientes de otros. Ratzinger
aún no ha oído nada de que dios ha muerto.
Muere sobre todo el dios de la culpa, del
sufrimiento, del pecado, del cielo y del infierno. Muere el dios que aplasta
con su infinitud de nada. Muere el dios que encierra dentro de sí en grado
infinito todo lo que la gente considera bueno y admirable. Muere el dios de
Platón, de Filón, de Agustín, de Tomás de Aquino, de Pascal, de Pacelli,
de Franco, de Wojtyła, de Ratzinger. Como escribe Epicuro en su Carta a Meneceo: “No es impío el
que desecha los dioses de la gente, sino quien atribuye a los dioses las
opiniones de la gente”.
Y nace el ser humano, capaz de decidir y convenir con otros seres
humanos, por sí mismos, qué es verdad o no, qué
es bueno o malo, qué es justo o injusto.
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