Publicado hoy en El Periódico de Aragón
Llevo la friolera de dieciséis años
escribiendo cada semana en esta misma página de EL PERIÓDICO DE ARAGÓN. Unas
veces, el artículo nace fluido y rápido; otras, en cambio, parece que solo puede
ser arrancado con fórceps, pero al final la pantalla del ordenador va
llenándose de letras y palabras, en las que intento volcar el mensaje que deseo
transmitir a los lectores. Sin embargo, ahora
no sé qué escribir porque cualquier palabra o frase devalúa la realidad y
empequeñece la vida.
Hoy he asistido a la despedida de Pablo, un niño que apenas rozaba los
dos años y cuya vida se ha apagado tras una dura lucha contra una temprana y
maldita enfermedad. Hoy en la sala 2 del zaragozano cementerio de Torrero han
ido esparciéndose los jirones del corazón y del alma de su padre, Sergio, y de su madre, Cris. Hoy las palabras se sabían
inútiles, aunque entre los abrazos fluían torrenteras de cariño, de dolor, de
rabia y de impotencia. ¿Qué decir, dónde mirar, adónde ir cuando muere un niño
de dos años? ¿Cómo soportar la imposibilidad de devolverlo a sus padres vivo y
lleno de ganas de jugar y aprender?
Dostoievski
escribió que el mayor espanto posible es el sufrimiento y la muerte de un niño,
de un ser inocente con todas sus ganas de vivir por delante. Ante ese espanto sobra
cualquier explicación, divina o humana, de tamaño absurdo, y la cruda realidad
muestra fieramente su incompatibilidad con una cruel providencia divina o con la
estafa de un paraíso tras la muerte. En aquella sala 2 del zaragozano cementerio
de Torrero, Sergio nos habló, sumamente emocionado, del infierno que les espera
por la ausencia de Pablo, nos conmocionó a todos, pero también comunicó tres palabras que siempre permanecerían con
ellos: Pablo, atá y agua. Pablo reconocía en su mundo a través de “atá” a toda
la gente que le rodeaba, cuidaba y quería, y mediante “agua” transmitía sus
necesidades y deseos. Pablo pervivía ante todos en esas tres palabras, gracias
a que sus padres le estaban prestando sus labios, su memoria y su corazón para siempre.
Mientras Sergio leía, pleno de emoción, unas
cuartillas, me venía machaconamente a la mente un poema de Pedro Salinas en “La voz a ti debida”, al que hice canción en mi
juventud: “No quiero que te vayas, dolor, última forma de amar. Me estoy
sintiendo vivir cuando me dueles (…) Y mientras yo te sienta, tú me serás,
dolor, la prueba de otra vida en que no me dolías. La gran prueba, a lo lejos,
de que existió, que existe, de que me quiso, sí, de que aún lo estoy
queriendo”. Sergio y Cris dan por bueno todo el sufrimiento al ver a su hijo
enfermo, las esperanzas truncadas una y otra vez a lo largo del tratamiento
médico, pues a cambio recibieron el dulzor de sus caricias y abracitos, el
fulgor de sus ocurrencias y sus pequeños descubrimientos cotidianos. Lloran y
se duelen, y en cada rasgadura interior su hijo Pablo late dentro de ellos.
En profundo silencio
escuchamos en aquella sala 2 también a Wilco
cantando California stars. Allí anhelamos
mecer a los tres sobre un lecho de estrellas, aliviar sobre ese lecho su mente
embotada, sus preocupaciones y zozobras, hacer que sus manos se acariciasen y
quedaran entrelazadas mientras sueñan juntos un sueño que no acaba.
Llevaban mucho tiempo
metidos en hospitales, sorbiendo cada indicio que anunciase un conato de
mejora, paladeando cada trocito de cada día de la vida de Pablo. Sergio
comunicaba de vez en cuando en Twitter noticias y anécdotas que nos hacían
sonreír: los machacones “ejercicios pseudolingüisticos” de Pablo, sus juegos, o
que se sentía “tan feliz, he recibido tan buenas noticias, que sólo una
explosión nuclear podría amargarme el día”. Y todos respirábamos entonces más
contentos y aliviados. Pero la existencia irrumpe a veces en toda su crueldad.
Hace unos días, Sergio comunicó la muerte de su hijo con unas sobrecogedoras
palabras: “Silencio. Vendrá la muerte y
tendrá tus ojos (Cesare Pavese). Ha venido y no tenía tus ojos.
Ha venido”.
No hay palabras, por
eso es preferible el silencio. Sergio eligió hablar del silencio en aquella
desoladora jornada, de un silencio que todos entendimos. Por eso sigo teniendo
la impresión de que estoy emborronando aquí ahora la limpia realidad de Pablo,
sus atás y su agua. No describo, no explico, no interpreto. Solo intento
torpemente expresar que quiero a dos seres humanos sumidos en pleno duelo de su
hijo que ya no está. Por eso mismo José
Hierro quiere daros ahora, en silencio y sin palabras, este fuerte abrazo:
“Sin palabras, amigo, tenía que ser sin palabras como tú me entendieses”.
Pablo, atá, agua…
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