Desde hace tiempo,
cada vez que alguien pide mi parecer acerca de ciertos problemas (fracaso
escolar, educación de los hijos, desencuentros en la pareja...), le suelo
aconsejar (metafóricamente, claro) “perderse en el monte”: cualquier fin de
semana y tras levantarse temprano, hay que meter en la mochila un buen
bocadillo junto con suficiente bebida. A renglón seguido, hay que dirigirse sin
vacilar “al monte” (= o al parque, o al propio cuarto, o a donde sea...), donde
uno procurará “perderse” durante unas cuantas horas. Allí, en la soledad, en
silencio, se enfrentará con sinceridad a las preguntas que ocupen o preocupen.
Con un poco de suerte, mediante este procedimiento se conoce también a nuevos
amigos, o se vuelven a encontrar viejos conocidos: principalmente, a nosotros
mismos, directamente, sin caretas.
Es preciso “perderse”, para poder encontrarse,
incluso para llegar a conocerse realmente por primera vez. Sin prisas, sin
plazos, sin condiciones, con el ánimo claro, con la inocencia de un niño, con el peso de la existencia a cuestas, hay
que adentrarse en las montañas, en los
bosques donde se escucha respirar el silencio,
donde la vida nos acaricia al penetrar en esos rincones dolorosos y
doloridos. Hay que contemplar la vida cara a cara. Es la hora de las preguntas.
Es la hora de la verdad. Es la hora de afrontar nuestra realidad, de
reconocernos a nosotros mismos, de aceptar unas cosas, de cambiar otras, de
tomar decisiones, de no ir al pairo por la vida, sino en alguna dirección (y el
que no quiera ir a ninguna parte, que sea porque así lo ha decidido).
Lo cierto es que desarrollarse plenamente como ser humano es
incompatible con la alienación pura y dura, negadora de la reflexión, la
profundidad, la quietud, la entereza, la sinceridad ante la vida y el mundo.
Posiblemente, a pesar de todo, no se atisben grandes ni brillantes respuestas
(está por ver que existan como tales). No hay que olvidar que quien asegura
estar en posesión de grandes verdades monolíticas puede estar basando sus
presuntas certezas sobre cimientos bastante inseguros e inciertos, y es que a
veces una seguridad a ultranza oculta un mundo poblado de incertidumbres
inconfesadas. Por el contrario, quien no teme perderse y caminar por la
vida, quien no ha renunciado a sondear en lo profundo de la realidad, sin
paliativos, se sabe poseedor de pocas certezas y verdades, pero sí de sí mismo y del gozo de vivir
intensa e ilusionadamente.
Quien día a día,
“perdido en el monte”, se esfuerza por atisbar con su mirada los horizontes,
lejanos y borrosos, de la vida se sabrá también solo. Sin embargo, lejos de
temer la soledad, la aceptará como una
forma privilegiada de mantener nítida e intensamente la dimensión humana del
mundo.
Hola Antonio, genial Post, ¿es de tu autoria? Permíteme replicarla en mi blog por favor
ResponderEliminarEs de mi autoría, sí. Puedes hacer con este post lo que gustes. Saludos cordiales
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