Mañana
tranquila y primaveral de un perroflauta motorizado hoy totalmente solitario, salvo
porque su ex alumna Verónica, de quien tan grato recuerdo todavía tengo, y su
novio Juan, lo han saludado durante un rato.
Aún
temblaban los cristales de las ventanas del centro de la ciudad por la
penúltima procesión de “semana santa” (solo un anticipo de lo que se nos viene
encima los próximos días), cuando empezó a sonar, como cada mañana, el Bendita
y Alabada, himno de la inveterada desmesura aragonesa, que había inventado la
aparición de la Virgen no a un pastorcito o un labriego en el siglo XVI, sino
su venida “en carne mortal”, o sea, aún en vida terrenal. A veces una leyenda,
este es el caso, no mueve a otra cosa que a una devoción capaz de linchar a
quien lo niegue o lo ponga públicamente en duda.
En Aragón no se lleva un voto quien no rinda
culto a la virgen del Pilar (Pilar: no se le ocurre otra cosa a la anciana
señora que subirse a esa edad a una columna para hablar con el discípulo de su
hijo, ya fallecido). Por eso, todos los políticos acuden a procesiones, misas y
ofrenda de flores. Y el resto, calla y camina de puntillas.
Ahora, otra
desmesura. Soy padre de dos hijos, y jamás los enviaría a la muerte por la
causa que fuere. Pues bien, la patraña básica del cristianismo consiste en
hacer que dios sea uno y tres a la vez, y que una sección de sí mismo envíe a
una segunda sección a hacerse humano y morir en un patíbulo para redimir los
pecados de la humanidad. Repito, soy padre de dos hijos y creo que es más
sencillo (¡y generoso!) perdonar sencillamente a un hijo: al hijo que compone la segunda
sección divina y a la humanidad entera pecadora que condicionar ese perdón a la
muerte de otro ser, más si ese ser es hijo tuyo. Pues bien, esta semana de
tantos tambores, trompetas, capirotes y peinetas conmemora la desmesura de la
muerte de un hijo, tal como quiere y condiciona su padre. Es la fiesta de la sangre y la crueldad de un padre vengativo y sin entrañas.
Esta semana
es la semana de otra desmesura más: el tráfico de la ciudad queda cortado, los
decibelios atentan contra la salud y las tinieblas de los capirotes todavía
quedan más ensombrecidos con las antorchas y las imágenes bañadas en sangre.
Hoy, como
todos los miércoles, se publica en El Periódico de Aragón un artículo mío (Semana
santa: Spain is different) sobre este asunto.
Pues bien, aún
en los últimos sones del cántico religioso proveniente de la plaza del Pilar se
detuvo ante el perroflauta motorizado un hombre entrado en la madurez, que
portaba en su cabeza una gorra de cuadros que dividía en dos su abundante pelo
alborotado. Se resguardaba tras un abrigo algo raído. Enmarcados en unas cejas
pobladas, sus ojos rezumaban a la vez sinceridad y todo el espanto, sobre todo
interior, que había soportado durante toda su vida. Nada más romper a hablar,
el perroflauta adivinó un acento extraño, entre rumano, húngaro y francés. Era Emil
Cioran. Y así habló Emil Cioran:
“El alma de España se encadenó
voluntariamente al catolicismo. ¿Tuvo miedo de quedarse cara a cara con el sol?
¿Tuvo miedo de huir al sol? Sin el cristianismo, los pueblos meridionales
habrían estado condenados a la felicidad. ¿Por qué no soportaron la condena?
Durante dos mil años, los ojos no les sirvieron para nada. Vivieron de lo
invisible en medio del esplendor. Cristo les ofreció lo que no se ve. Ninguna
flor, sólo espinas; ninguna sonrisa, sólo contriciones. Las apariencias del
mundo se transformaron en esencias de tormento y el error, aroma de la
futilidad, en pecado. Los encantos se degradaron hasta revestir la forma de
remordimientos. Todo se volvió moral. No hubo el menor lugar para el hechizo de
la inútil existencia”.
“Hola, buenos días, Emil Cioran”, saludó
el perroflauta motorizado, “cuídate de la
gente bienpensante, compañero. En este país que tan certeramente describes hay
mucha gente bienpensante. Se cree poseedora de la verdad sagrada, inmarcesible,
absoluta”.
“Perroflauta motorizado”, respondió
Cioran, “desde que tuve la suerte de
encontrarme y reunirme a menudo ya en mis primeros años universitarios en Bucarest
con Mircea Eliade y Eugène Ionesco, tengo muy claro qué clase de gente es esa
que tú llamas ‘bienpensante’. De hecho, desde entonces, después de leer a Buda,
Pablo de Tarso o a cualquier otro vividor de lo sublime, sólo me entran ganas
de pedir una sopa de ajo”.
Una señora
mayor con el brazo en cabestrillo pasó delante del portal pidiendo comida. Una
niña de unos dos años saludó con su manita al perroflauta motorizado. Emil
Cioran se emocionó viendo el desfile de gente ante el portal. “Toda la naturaleza es un embeleso decorativo
de nuestra música interior”, concluyó. Y así continuó hablando Emil Cioran:
“Las naciones sin orgullo ni viven ni
mueren. Su existencia es insulsa e inútil pues únicamente gastan la nada de su
humildad. Sólo las pasiones podrían sacarlas de su monótono destino. Pero
carecen de ellas”.
“Cuídate de la gente bienpensante de España,
de verdad te lo digo”, insistió el perroflauta motorizado, “si te oyen, te destrozarán no tanto físicamente
como moralmente”.
“Gracias, tengo que irme pronto, perroflauta”,
respondió Cioran, mientras se abotonaba el abrigo, “los hombres creen en algo para olvidar lo que son. Al enterrarse bajo ideales
y refugiarse en ídolos, matan el tiempo con toda clase de credos. Nada les
haría sufrir más atrozmente que despertarse sobre la pila de sus placenteras
falacias, frente a la pura existencia.”
“Bună dimineața”, dijo el perroflauta
motorizado a modo de despedida. Pero Emil Cioran ya se había ido…
Con tus escritos diarios me ayudas a meditar. !Qué grande eres, Antonio.! Te quiero, que te cagas, molas mazo. Feliz vida , eres muy grande. Peko x 16
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