¿Y la iglesia? ¿Qué hace la Iglesia católica?
Resulta muy significativo, a la luz de esa fotografía contradictoria, que la parte poderosa y dominante de la Iglesia, antee el descrédito de la política y el empobrecimiento y desprotección de un amplio sector de la población causados por la crisis, no reaccione como una fuerza de integración. Quizá nuestra historia más reciente ayude a explicarlo. La jerarquía eclesiástica nunca creyó en los valores de la soberanía popular, el fortalecimiento de la sociedad civil y de las libertades democráticas. Por eso hoy es más una fuerza de fragmentación que de unión.
La Iglesia experimentó importantes cambios en la última década de la
dictadura de Franco. La opinión y práctica católica comenzó a ser más
plural, con curas y creyentes que hablaban de democracia y socialismo,
que se comprometían con los más desfavorecidos y desafiaban al aparato
político del régimen y a sus manifestaciones más represivas. Ya no era
solo la Iglesia de la cruzada, la que había intentado recatolizar España
a golpe de cárcel, moral reaccionaria y valores tradicionales.
Con el fin de la dictadura y la transición a la democracia, la religión perdió peso a la hora de determinar las opciones morales y políticas. La jerarquía eclesiástica pareció asumir el fin de la confesionalidad y centró toda su atención en la protección de las finanzas y de sus derechos frente a la educación pública. Reformar lo necesario, pero preservando sus privilegios. Su declive como religión organizada, sin embargo, hizo reaccionar al sector más conservador, que reclamó un código moral más estricto. Contrariamente a los que muchos creían o los últimos años del franquismo parecían presagiar, la Iglesia derivó hacia posiciones más fundamentalistas, plasmadas en la condena de cualquier forma de pluralismo, intelectual, social o religioso. Los cristianos más progresistas desertaron. Y aquella Iglesia que resistió a la dictadura y a la jerarquía franquista, que defendió el compromiso con la justicia social y los derechos humanos, quedó para el recuerdo, ecos de rebeldía de otros tiempos.
La Iglesia emprendió importantes batallas en los años de Gobierno de
Rodríguez Zapatero, frente al aborto y los matrimonios homosexuales, el
reconocimiento de las víctimas del franquismo, que “abría viejas
heridas”, y, sobre todo, contra la Ley Orgánica de Educación (LOE),
donde unió la defensa de la religión con su peculiar concepto de la
libertad de enseñanza.
Las declaraciones de los representantes de la Iglesia católica en esos ocho años podrían recopilarse en un manual de cómo utilizar el engaño y la propaganda para auxilio espiritual y material de la derecha política. La Iglesia desplegó toda su infantería y la puso al servicio del Partido Popular. El objetivo: echar a Rodríguez Zapatero, a los socialistas y recuperar las riendas del poder.
La Iglesia encontró un auténtico filón en lo que los obispos denominaban “intolerancia del laicismo que promueve el Gobierno”. Por ahí atacó una y otra vez, para defender sus privilegios, hasta que el enemigo desapareció.
Y para no quedarse solo en declaraciones y palabras, invitó a los católicos a manifestarse. Porque tocar a rebato y manifestarse contra los Gobiernos de izquierda fueron comportamientos habituales de la Iglesia, durante la Segunda República y durante la democracia actual. Una forma de resistir a los cambios, aunque la democracia, sus gobiernos y sus instituciones, le han dado a la Iglesia católica un trato exquisito. No hay ningún otro país democrático en el que la enseñanza privada católica, concertada la llaman ahora, cuente con el apoyo y financiación que tiene en España.
Ahora, sin embargo, que la sociedad civil se rearma frente a las políticas del Partido Popular, cuando el Estado ya no quiere actuar como dispositivo de seguridad frente a los amos del capital y a la desigualdad excesiva, la jerarquía eclesiástica guarda silencio o predica la resignación ante lo que el Gobierno de Mariano Rajoy impone como inevitables recortes.
No necesita reconvertirse o adaptarse a los tiempos de crisis y penuria, distanciada de las protestas contra la corrupción y el enriquecimiento fácil, contra los bancos y los especuladores, que tienen mucha más fuerza que los parlamentos y que los órganos de representación popular.
No reclama políticas al servicio de los ciudadanos, que se propongan la redistribución de los recursos sociales. El integrismo se impone. Y con la educación y las finanzas a salvo, ¿para qué descender a los problemas mundanos?
Con el fin de la dictadura y la transición a la democracia, la religión perdió peso a la hora de determinar las opciones morales y políticas. La jerarquía eclesiástica pareció asumir el fin de la confesionalidad y centró toda su atención en la protección de las finanzas y de sus derechos frente a la educación pública. Reformar lo necesario, pero preservando sus privilegios. Su declive como religión organizada, sin embargo, hizo reaccionar al sector más conservador, que reclamó un código moral más estricto. Contrariamente a los que muchos creían o los últimos años del franquismo parecían presagiar, la Iglesia derivó hacia posiciones más fundamentalistas, plasmadas en la condena de cualquier forma de pluralismo, intelectual, social o religioso. Los cristianos más progresistas desertaron. Y aquella Iglesia que resistió a la dictadura y a la jerarquía franquista, que defendió el compromiso con la justicia social y los derechos humanos, quedó para el recuerdo, ecos de rebeldía de otros tiempos.
No reclama políticas al servicio de los ciudadanos, que se propongan la redistribución de los recursos sociales
Las declaraciones de los representantes de la Iglesia católica en esos ocho años podrían recopilarse en un manual de cómo utilizar el engaño y la propaganda para auxilio espiritual y material de la derecha política. La Iglesia desplegó toda su infantería y la puso al servicio del Partido Popular. El objetivo: echar a Rodríguez Zapatero, a los socialistas y recuperar las riendas del poder.
La Iglesia encontró un auténtico filón en lo que los obispos denominaban “intolerancia del laicismo que promueve el Gobierno”. Por ahí atacó una y otra vez, para defender sus privilegios, hasta que el enemigo desapareció.
Y para no quedarse solo en declaraciones y palabras, invitó a los católicos a manifestarse. Porque tocar a rebato y manifestarse contra los Gobiernos de izquierda fueron comportamientos habituales de la Iglesia, durante la Segunda República y durante la democracia actual. Una forma de resistir a los cambios, aunque la democracia, sus gobiernos y sus instituciones, le han dado a la Iglesia católica un trato exquisito. No hay ningún otro país democrático en el que la enseñanza privada católica, concertada la llaman ahora, cuente con el apoyo y financiación que tiene en España.
Ahora, sin embargo, que la sociedad civil se rearma frente a las políticas del Partido Popular, cuando el Estado ya no quiere actuar como dispositivo de seguridad frente a los amos del capital y a la desigualdad excesiva, la jerarquía eclesiástica guarda silencio o predica la resignación ante lo que el Gobierno de Mariano Rajoy impone como inevitables recortes.
No necesita reconvertirse o adaptarse a los tiempos de crisis y penuria, distanciada de las protestas contra la corrupción y el enriquecimiento fácil, contra los bancos y los especuladores, que tienen mucha más fuerza que los parlamentos y que los órganos de representación popular.
No reclama políticas al servicio de los ciudadanos, que se propongan la redistribución de los recursos sociales. El integrismo se impone. Y con la educación y las finanzas a salvo, ¿para qué descender a los problemas mundanos?
Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza.
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