En su curioso libro Cuando lloran los elefantes,
cuenta Masson una anécdota recogida por el etólogo D. Chadwick, tan asombrosa
que resulta difícil de creer. Este científico tuvo la ocasión de observar
diariamente cómo un elefante cautivo, cada vez que le echaban de comer,
apartaba un montoncito de grano en un rincón, siempre el mismo, que custodiaba
celosamente hasta que llegaba su destinatario: un minúsculo ratón, que, gracias
a la generosidad del elefante, contaba cada día con el alimento necesario para
su subsistencia.
Este
hecho puede ser susceptible de cualquier interpretación. Sin embargo, a no ser que
se tenga al elefante por una simple mole estúpida y al ratón por un aprovechado
de tal estupidez, o que se acuda a los argumentos del azar o del fraude
pseudocientífico, esta historia da mucho
que pensar. Resultaría hasta cierto punto más razonable una asociación parecida
entre un perro y un gato, o un caballo y un cordero, pero que un elefante se
preocupe de dejar cada día un poco de su comida a un ratón resulta bastante
insólito, además de conmovedor. Una montaña de carne, huesos y marfil frente a
un diminuto roedor, que se busca la vida como puede entre no pocas
adversidades. En cualquier caso, ¿podemos suponer generosidad en ese elefante y
agradecimiento en el ratón?
Normalmente los humanos nos apropiamos de los sentimientos nobles como si un cerebro más
desarrollado implicase necesariamente ser mejor o más solidario, aunque la historia
muestre todo lo contrario. Estamos tan
habituados a poner etiquetas a casi todo que nos quedamos tan ufanos pensando
que simplemente el elefante tiene trompa y patazas, y que el ratón se reproduce
vertiginosamente o echa a perder nuestra comida almacenada. Sin embargo,
Chadwick añade una nueva y misteriosa dimensión a nuestro indolente etiquetado:
un elefante regala cada día un poco de su grano para que se alimente un ratón,
seguramente amigo.
No sé cuántos se sentirán elefantes o ratones tras
conocer esta anécdota. Personalmente, me siento bastante más identificado con
ese elefante y con ese ratón que con las personas encargadas de cazarlos o
hacer negocio con el marfil o freír a recortes a un pueblo por la deuda que un
país ha contraído con los amos del dinero. Me siento elefante. Me siento ratón. Más aún, estoy completamente seguro de que la
inmensa mayoría de los seres humanos se sienten elefantes y ratones, al igual
que tienen pocas simpatías por los
depredadores humanos que abundan en el secarral del circo mundial, por sus
guerras, desahucios, bloqueos, economías globalizadoras, deudas externas, falta
de medicamentos y vacunas, mortandad infantil, hambre o tinieblas en el
corazón.
A los elefantes y los ratones les echan de sus
casas, les despiden a miles en cuanto las empresas ven peligrar sus beneficios,
invierten el fruto de su trabajo para electrificar vallas que impidan el paso a
los desharrapados. Incluso hay muchos que mueren como chinches de hambre y de
miseria. A la vez, viven en un mundo donde los supuestos amos del circo
mienten, roban, timan, especulan, manipulan, estafan, abusan y explotan a manos
llenas.
Quizá la más importante revolución pendiente en el
planeta sea la rebelión de los elefantes y los ratones. Si todos los elefantes
dejasen un poco de grano a cada ratón, sin duda la cosa iría mejor. Sin los
ojos o las manos de todos los elefantes y ratones del mundo, los blindados y
los misiles sólo servirían para chatarra. Si todos los elefantes y ratones
decidiesen no pagar una sola multa o un solo impuesto mientras los poderosos
sigan haciendo del mundo un circo donde ejercen de cachiporreros prepotentes,
quizá éstos conocerían realmente el
respeto y el miedo.
Sin embargo, la revolución de los ratones y los
elefantes necesita dar aún un paso más: está bien ser bueno y generoso, pero es
preciso reivindicar además que nadie tiene derecho a mantenerlos cautivos, a
disponer de sus vidas y su trabajo a su antojo, a echarles de comer lo que
quiera y cuando quiera. Digan lo que digan las leyes de los amos del circo, la
tierra es de todos, al igual que el
grano, el sol, la alegría de vivir, los
árboles, la lluvia, el barro y los ríos. ¿Acaso compartir grano entre todos los elefantes y
los ratones del mundo es asunto no solo de generosidad
sino, sobre todo, de justicia?
La revolución de los elefantes y los ratones,
especialmente los más infelices del mundo, llama a nuestras puertas. Elefantes
y ratones decididos a reivindicar su montón de grano. Millones de elefantes y ratones
quieren vivir, libres y dignos, en un mundo herido por tanta desigualdad, por
tanto despilfarro. En un circo, en fin, donde un elefante deja un montoncito de
grano a un ratón, mientras se malgasta dinero a espuertas o se tira de tarjeta
oficial (o black) para vivir opulentamente a
costa del erario público. El grano es de todos. No debe depender del interesado
capricho de los dueños del circo mundial, de su arbitraria caridad, sino de una
buena administración y gestión de lo que a todos pertenece.
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