Ayer tuve una pesadilla. Soñé que el
Presidente, sin mácula y lleno de inocencia, de un país era llamado con
urgencia desde algún teléfono del Nuevo Mundo. El Presidente había logrado ya
conciliar el sueño, pero fue despertado sin remilgos bien entrada la madrugada,
dada la diferencia horaria existente entre Yurop y los Yunaitedsteits. “Véngase
usted sin dilación”, le ordenó una voz que el Presidente no reconoció
personalmente, mas se temió lo peor al imaginar quién podrá ser su intempestivo
interlocutor. Se levantó y arregló en el acto, dio órdenes a cuantos durmientes
había en el palacio presidencial para preparar el vuelo y a las dos horas y
veintidós minutos de aquella primera llamada un avión de las Fuerzas Aéreas
despegaba rumbo a Yankilandia.
En los inicios de la pesadilla supuse que
el Presidente iba a entrevistarse con el Presidente Obama o con la Secretaria
de Estado, Hillary Clinton, o con la no precisamente pacifista embajadora
norteamericana ante las Naciones Unidas, Susan Rice, pero me percaté de mi
error a medida que transcurría aquella pesadilla. Al Presidente sin mácula y
lleno de inocencia le esperaba un Rolls-Royce negro a pie de la escalerilla,
subió en él y el viaje hasta la suite de un hotel de las afueras de la ciudad
transcurrió en silencio, pues los invitantes no se habían molestado en
proporcionarle un traductor y el Presidente apenas sabía balbucear cuatro
frases en inglés.
Como la pesadilla tiene muchas lagunas,
solo recuerdo ver al Presidente sentado en una butaca de cuero negro ante tres
hombres y una mujer sentados frente a él, más unos cuantos asesores y
servidores a sus espaldas. Las cuatro personas saludaron y fueron directamente
al grano: “Usted no sabe quiénes somos, así que puede llamarnos FMI, OMC, Wall
Street o como le venga en gana. De hecho, estos nombres nos sirven de excelente
camuflaje para no dar a conocer nuestra identidad real. Mire usted”, le espetaron sin miramientos, “su país y sus bancos (perdone la
redundancia) nos deben mucho dinero, así que comience usted a privatizar
empresas públicas y vendérnoslas a precios de saldo; reforme usted el mercado
laboral: queremos contratar y despedir cuando y cuanto se nos antoje; sabe
usted que podemos aniquilar la economía de su país en unas pocas horas, así que
aténgase a las consecuencias; la sanidad y la educación existirán
exclusivamente para quienes puedan pagarlas; toda la economía de su país tiene
que estar encaminada a pagar la deuda, nuestra deuda, de tal forma que reformen
cuanto haga falta y ajusten el déficit para este único objetivo. Ah, además queremos
que ustedes rubriquen todo lo que le acabamos de decir y cuanto está escrito en
este documento (un hombre se acercó e hizo entrega al Presidente de un
voluminoso dossier) en la mismísima Constitución del país que usted preside y
gobierna. ¿Ha entendido usted todo lo que le hemos dicho?”.
Sin esperar la respuesta del Presidente,
se levantaron y se fueron. El Presidente sin mácula y lleno de inocencia se
quedó sentado allí, consternado, sin fuerzas, consciente de lo que le podía
caer encima en pocas horas. Llamó al jefe de la oposición y concertó una
reunión de urgencia en el mismo aeropuerto, en cuanto hubiese aterrizado. Por
primera vez desde hacía décadas el partido del Gobierno y el principal y
desleal partido de la oposición se pusieron de acuerdo en unos minutos.
Discretamente, sin armar ruido o provocar el menor indicio de alarma,
convocaron a sus gentes de confianza y a las treinta y seis horas estaba
acordado y redactado el nuevo texto de un artículo de la Constitución donde
quedaba consagrado el deber de todas las Administraciones Públicas de adecuar
sus actuaciones al principio de estabilidad presupuestaria y de no incurrir en
un déficit estructural que superase los márgenes establecidos.
Al día siguiente el nuevo texto
constitucional fue aprobado por más del 90% de los miembros de la Cámara Baja,
por lo que el Presidente ya maculado y con escasa inocencia respiró aliviado al
no ser necesario convocar un referéndum ni haberlo solicitado el 10% de los
representantes de la Cámara Alta o la Cámara Baja. El Presidente, sin embargo,
sigue sin reponerse del susto, hasta tal punto que no recogió en sus Memorias
este fulgurante viaje a Yankilandia.
Y aquí (¿o no?) acaba mi pesadilla de la
otra noche. Nada más despertarme, escuché la voz engolada de Descartes, que
decía:
“Con todo, debo considerar aquí́ que soy hombre y, por
consiguiente, que tengo costumbre de dormir y de representarme en sueños las
mismas cosas, y a veces cosas menos verosímiles, que esos insensatos cuando
están despiertos. ¡Cuántas veces no me habrá́ ocurrido soñar, por la noche, que
estaba aquí́ mismo, vestido, junto al fuego, estando en realidad desnudo y en
la cama! En este momento, estoy seguro de que yo miro este papel con los ojos
de la vigilia, de que esta cabeza que muevo no está soñolienta, de que alargo
esta mano y la siento de propósito y con plena conciencia: lo que acaece en
sueños no me resulta tan claro y distinto como todo esto. Pero, pensándolo
mejor, recuerdo haber sido engañado, mientras dormía, por ilusiones semejantes.
Y fijándome en este pensamiento, veo de un modo tan manifiesto que no hay
indicios concluyentes ni señales que basten a distinguir con claridad el sueño
de la vigilia, que acabo atónito, y mi estupor es tal que casi puede
persuadirme de que estoy durmiendo” (Meditaciones Metafísicas). Lo peor de la pesadilla es que alguien me dijo que no era ninguna pesadilla.
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