Publicado en la revista DMD nº 61
F. Nietzsche dedica numerosos
textos de su obra a la necesidad de la libertad en la vida y en la muerte (las
ideas básicas de algunos de estos textos vienen a continuación, casi a modo de
paráfrasis). Por ejemplo, un capítulo entero de “Así habló Zaratustra” titulado
“De la muerte libre” o un sustancioso párrafo en “Crepúsculo de los ídolos”
(Incursiones de un intempestivo, #36. Moral para médicos).
Nietzsche declara desde el
principio, con su estilo a veces algo enigmático, que hay que morir en el
momento justo, en lugar de morir demasiado tarde o demasiado pronto. Para ello,
sin embargo, es preciso también vivir en el momento justo.
Hay gente que, braceando
únicamente sobre la superficie de la realidad y abrumando de tristeza el hecho mismo
de morir, se preocupa sobremanera de la muerte, aunque en el fondo desconoce su
verdadero rostro. Nietzsche, por el contrario, propone a quien ama la vida en
plenitud celebrar la fiesta de la muerte plena y cabalmente realizada: es así
como morir se muestra como la consumación de una victoria y quien muere se quiere
y se sabe rodeado de personas llenas de esperanza y de promesas.
Hemos de aprender a morir,
dejándonos de festejar la muerte como quieren que lo hagamos quienes han
renunciado a vivir. Morir así es un acontecer grandioso, a condición de que
muramos combatiendo y prodigando lo mejor de nosotros mismos. De hecho, morir
está en las antípodas de esa muerte que entre aspavientos ven algunos acercarse
furtivamente como un temible
ladrón.
Esta es la muerte que deseo, dice
Nietzsche: la muerte libre, que viene a mí porque yo quiero. La quiero en el
momento justo –continúa-, cuando perciba que alcanzo mi meta y otros van a
continuar el camino que ahora estoy recorriendo. Sin coronas marchitas, sin mirar hacia atrás, en su justo
momento. Aferrarse mecánicamente al tiempo a toda costa, apurar sin límite la
madurez lleva a quedar como manzanas arrugadas. En tal caso, la cobardía es lo
que principalmente retiene en su rama.
Hay que acabar con los discursos
que predican resignación ante la muerte lenta y paciencia con “lo terrenal”. En
realidad, son las cosas “terrenales” las que tienen paciencia con esos
predicadores de la resignación y la muerte lenta, olvidando que hasta su
fundador, Jesús, murió, en cambio, demasiado pronto. ¿Por qué no dejarse de
temores y plañideras, y aprender, en cambio, a vivir y amar la tierra y lo
terrenal, también a reír?
Una señal de haber alcanzado la
verdadera madurez es percatarnos serena y apasionadamente del niño que nos
alienta dentro; un niño que es inocencia y olvido, un nuevo comienzo, un juego,
una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un Sí excelso a la
vida. En ese niño el espíritu se atreve a desear sin límites y sin trabas. Es en
ese niño como nos comprendemos mejor en la muerte y en la vida.
Libres para la muerte y libres en
la muerte, se muere amando a la vida, afirmando con la misma pasión lo humano y
lo terreno. Por eso mismo es tan deseable el morir donde sigue brillando la
fuerza de la vida, ya que, de lo contrario, se habrá malogrado hasta el morir
mismo.
Maravilloso anhelo el de morir un
día rodeado de amigos amantes de la tierra. Fecundo deseo el de volver a la
tierra para volver a ser tierra como acto definitivo de amor a la tierra.
Dejándose
de ambigüedades, Nietzsche recalca sin descanso que hay que “morir con orgullo
cuando ya no es posible vivir con orgullo. Él mismo propone una muerte gloriosa,
elegida libremente, realizada a tiempo, con lucidez y alegría, rodeado de hijos
y de testigos, de forma que todavía sea posible un auténtico adiós, al que
asista verdaderamente quien se despide y haga una tasación real de lo deseado y
de lo conseguido a lo largo de toda su vida; la muerte, así, se opone
totalmente a la horrible y lamentable comedia que el cristianismo ha hecho de
la misma. No le debemos perdonar nunca al cristianismo que haya abusado de la
debilidad del moribundo para violar su conciencia, al igual que ha hecho con la
forma de morir para emitir juicios de valor sobre el hombre y sobre su pasado”.
La
muerte libre. La vida libre. La misma dignidad en el vivir y en el morir. El
derecho a decidir libre y responsablemente mi vivir y mi morir, sin que nadie
usurpe o suplante jamás ese derecho. Como escribe Epicuro, “nada hay temible en el vivir para
quien ha comprendido rectamente que nada temible hay en el no vivir”
(Carta a Meneceo, 124).
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