PUBLICADO HOY EN EL PERIÓDICO DE ARAGÓN
Supongamos que usted se levanta con gripe. Si la cosa no mejora, va al
médico, que le receta unos cuantos medicamentos y le aconseja esperar unos días
a que le hagan efecto. Usted pasa unos días con el cuerpo baldado y con diversas
molestias, pero también sabe que no es nada grave y en poco tiempo estará
recuperado. Supongamos ahora que sufre un infarto de miocardio: con suerte,
alguien le llevará a urgencias o vendrá un equipo médico a su casa para
intentar salvar su vida. Cuando, restablecido, le comuniquen qué ha pasado,
usted sabrá que ha estado entre la vida y la muerte.
Cuando observo el devenir político y económico de España tengo la
impresión de que en muchos ámbitos y en las mentes de muchas personas no se
tiene conciencia de que ya no cabe hablar de gripe, pues estamos en pleno
proceso de infarto agudo de miocardio. Veo, por ejemplo, acciones encomiables
por parte de personas y colectivos sociales en contra de los desahucios de la
vivienda por impago de la hipoteca, o la campaña “No vull pagar” en las
autopistas catalanas, o la convocatoria de una huelga general el 14-N, o el
movimiento “Exigimos un referéndum” para poner en manos del pueblo el refrendo
o la desaprobación de las medidas económicas y los recortes adoptados por el
Gobierno Popular. Sin embargo, todo ello será insuficiente y llegará demasiado
tarde si el país está luchando por su supervivencia sobre una camilla de
Urgencias.
Andan los empresarios muy cabreados porque Rajoy no se decide a pedir el rescate: decenas de miles de millones
de euros inyectados en el sistema financiero español, principalmente en las
entidades más adeudadas, que el empresariado espera que redunde en sus negocios
y en su propio beneficio. Hasta aquí el dolor asoma en el diafragma y en un
costado, sube hasta la garganta y produce un complejo estado de malestar
general.
Y llega el infarto de miocardio: los acreedores imponen desde Bruselas
que la deuda bancaria, estrictamente privada, se haga pública; que el Estado
español asuma la deuda como propia y garantice el pago de la misma; que todo
ello se haga ajustando el déficit a lo que los acreedores dictaminen, cosa que
solo se podrá conseguir, según la doctrina económica oficial, a base de
recortes en servicios sociales básicos (educación, sanidad, pensiones,
dependencia, reducción salarial, precarización del empleo, tasas ciclópeas de
paro…). En otras palabras, la
deuda privada de la banca se convierte en deuda pública o soberana por la que
el Estado español se compromete a amortizar dicha deuda en las condiciones que
el sistema político-financiero acreedor decida imponer. Como durante muchos
años, más aún, seguramente durante varias generaciones, la economía española
estará directamente condicionada por el pago de dicha deuda, a costa de mantener
el desvarío de una situación denominada con el eufemismo “medidas de
austeridad”, la ciudadanía española estará condenada a vivir en régimen de
pobreza y precariedad, a merced de quienes deciden año tras año las condiciones
cambiantes en la amortización de esa deuda (es de recordar que Grecia, a la que
cada vez nos parecemos más, apenas tiene dinero para pagar los intereses de su
deuda). He aquí el infarto.
Rajoy y su Gobierno, sobre el colchón de una cómoda mayoría absoluta en
el Parlamento, pueden pedir un rescate que, de hecho, condenará a unas
condiciones muy desfavorables de vida a la ciudadanía actual, así como a sus
hijos y a los hijos de sus hijos. En juego no está solo la capacidad económica
de las personas y las familias, sino también y sobre todo un profundo cambio de
sus vidas y de la sociedad en su conjunto. En pocos días o semanas puede acabar
una forma de vivir y convivir en el estado de bienestar que nuestros abuelos,
padres y nosotros mismos hemos ido consiguiendo a base de esfuerzo y de lucha.
La solución pasa por análisis y acciones de urgencia. De lo contrario, como
dijo Warren Buffet, el tercer hombre
más rico del mundo, "sin duda existe la guerra de clases, pero es mi clase
la que la está ganando”. Es decr, se trata de un infarto.
Hay que apoyar sin ningún género de dudas las acciones (huelgas,
manifestaciones, referéndums, concentraciones…) realizadas contra la agresión
capitalista de la ciudadanía, pero en el estado de urgencia grave en que nos
hallamos es necesario aplicar sin dilación una campaña de formación de la ciudadanía en sus
derechos y sus obligaciones, así como un proceso continuo de acción directa,
noviolenta, en todos los ámbitos, a todas horas, sin tregua ni descanso. Para
ello es preciso que despierten de su letargo los grupos políticos, salgan de su
ostracismo los sindicatos, y todos juntos, con toda la ciudadanía, vivamos y
actuemos como si fuera el último día de la sociedad en que hemos estado
viviendo.
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