Apreciados
lectores y lectoras de la revista DMD. Confieso que me siento extraño
escribiendo esta carta después de tantos siglos. Sé que mi organismo es ahora
solo unos cuantos huesos polvorientos tras la lápida de la iglesia parisina
donde me enterraron, pero he de reconocer que cada vez que alguien aún piensa
en mí al estudiar algunos temas de matemática o de física sobre los que
investigué siento revivir en sus mentes y en sus corazones. De hecho, esa es una de las paradojas de mi
vida: puse todas mis energías en defender unas y rebatir otras escuelas
religiosas, dedicando una buena parte de mi vida a la religión, y ahora sé que
la única pervivencia real es el recuerdo de las generaciones posteriores a la
propia muerte.
Siendo aún
joven, me dejé fascinar por los cantos de sirena de la nobleza parisina y me
enfrasqué en el estudio de la probabilidad (sobre todo, referida al juego de
dados). Eso me llevó más tarde (poco tiempo en realidad, pues mis días acabaron
a los 39 años de edad) a idear un argumento que buscaba probar la existencia de
Dios, conocido como “argumento de la apuesta” (pari), que puede leerse en mi
libro Pensamientos (III, 233).
Realmente no me siento precisamente satisfecho con ese argumento.
En resumidas
cuentas, vengo a decir que es preciso apostar (parier) sobre la
existencia de Dios, con lo cual reconozco que no podemos decidir racionalmente
ante la alternativa de si Dios existe o no existe, y al mismo tiempo no podemos
rehuir una elección. Entonces, ¿por qué no apostar por la alternativa más
ventajosa?
A continuación desarrollo el argumento,
que más o menos dice: (1) El que apuesta, apuesta lo que tiene: una vida, su
propia vida, (2) Si apuesta esta vida para ganar dos, la apuesta vale ya la
pena. (3) Si hay tres vidas para ganar, es ya imprudente no apostar la vida que
se tiene. (4) Si el número de vidas que pueden ganarse es infinito, no hay más
remedio que apostar. (5) El número infinito de vidas que se pretenden ganar en
nuestro caso es la felicidad eterna, es decir, una infinidad de dicha. (6)
Apostemos, pues, a favor de que Dios existe. Si se gana, se gana todo. Si se
pierde, no se pierde nada.
He de confesar que sobre mi argumento de
la apuesta ha llovido multitud de críticas, pero no os estoy escribiendo esta
carta para aburriros más con mis lucubraciones, sino sobre todo para
transmitiros las impresiones sobre la vida y la muerte de un hombre que apenas
permitió perder un solo minuto a lo largo de sus 39 años de existencia. Incluso
llegué a inventar una calculadora, de escaso éxito, que sumaba y restaba,
aunque soy principalmente conocido por mis aportaciones a la matemática y a la
física, especialmente en el ámbito de la teoría de la probabilidad, la presión,
el vacío o los fluidos. A la vez, me vi enredado activamente en las teorías
jansenistas sobre la gracia, la libertad y el pecado, que, de hecho, me llevó
también a un sentido rigorista de la moral y a conducir mi vida sobre los
senderos de una cierta ascética. Encontré solaz y tranquilidad básica y casi
únicamente en la compañía de mi hermana pequeña, Jacqueline. Ahora me permito
preguntarme si acaso proyecté sobre ella mis frustraciones y carencias
afectivas y sexuales, tan abundantes en el largo claroscuro de mi existencia. (Es
curioso, pero en vida no me permitía siquiera pensar en ello, pues para mí era pecado
u ofensa a mi Dios, pero ahora me lo planteo con una tranquila sonrisa de
comprensión).
Creo que me equivoqué palmariamente a la
hora de concebir la única vida que tenemos como objeto de apuesta con la
esperanza de recibir a cambio otra mayor en cantidad y calidad. A estas alturas
no me arrepiento de nada de lo que fui o hice, pues tampoco serviría de nada,
aunque me gustaría recordarme ahora como una persona liberada del escrúpulo y
de una moralidad fuertemente encorsetada por la culpa, como una persona que se
dejase conducir por el placer moderado y el disfrute amplio de la vida, dentro
de mis posibilidades y circunstancias concretas. Antonio Aramayona me ha contado
que a eso lo llamáis en DMD “buena vida” y “vida buena”. Lamentablemente, yo no
lo conseguí a pesar de llevar una vida bastante acomodada.
Solo tenía 16 años, mi padre enfermo,
cuando mi querida hermana Jacqueline decidió hacerse monja y padecí de
parálisis y fuertes dolores en las piernas. Pues bien, no se me ocurrió a mí,
tan inteligente, tan precozmente inventor e investigador, otra cosa que
interpretar esa enfermedad como un “signo divino”. Ocho años después, y aunque
visitaba con frecuencia a Jacqueline, caí en una fuerte depresión tras un
accidente en mi carruaje que nunca expliqué, acabando por divulgar a los cuatro
vientos un escrito donde relato una visión religiosa. Cada vez que lo releo me
duelen más, como síntoma, las palabras: "¡Dios
de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no el de los filósofos y los sabios!”.
La vida
ascética y el rigorismo moral no me permitieron vivir bien y tampoco morir como
ahora concibo la muerte buena y digna. Un año después de fallecer Jacqueline,
vendí mis enseres, di algunas cosas de casa para caridad y morí por puro
deterioro de mi siempre precaria salud. Hoy no puedo apostar por mi vida o por
una hipotética vida eterna, pero, si me lo permitís, deseo que apostéis cada
instante de vuestra vida por que vosotros y cada uno de los seres humanos del
mundo y de la historia llevéis siempre una vida digna y buena, pues ahora sé a
ciencia cierta que esa es la mayor garantía de tener también una muerte buena y
digna. Salud y gracias.
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