miércoles, 6 de mayo de 2015

Carta de Blaise Pascal a las socias y socios de DMD

PUBLICADO EN EL Nº 68 DE LA REVISTA DMD (DERECHO A MORIR DIGNAMENTE), PÁGINAS 47-48 


Apreciados lectores y lectoras de la revista DMD. Confieso que me siento extraño escribiendo esta carta después de tantos siglos. Sé que mi organismo es ahora solo unos cuantos huesos polvorientos tras la lápida de la iglesia parisina donde me enterraron, pero he de reconocer que cada vez que alguien aún piensa en mí al estudiar algunos temas de matemática o de física sobre los que investigué siento revivir en sus mentes y en sus corazones.  De hecho, esa es una de las paradojas de mi vida: puse todas mis energías en defender unas y rebatir otras escuelas religiosas, dedicando una buena parte de mi vida a la religión, y ahora sé que la única pervivencia real es el recuerdo de las generaciones posteriores a la propia muerte. 

Siendo aún joven, me dejé fascinar por los cantos de sirena de la nobleza parisina y me enfrasqué en el estudio de la probabilidad (sobre todo, referida al juego de dados). Eso me llevó más tarde (poco tiempo en realidad, pues mis días acabaron a los 39 años de edad) a idear un argumento que buscaba probar la existencia de Dios, conocido como “argumento de la apuesta” (pari), que puede leerse en mi libro Pensamientos (III, 233). Realmente no me siento precisamente satisfecho con ese argumento.

En resumidas cuentas, vengo a decir que es preciso apostar (parier) sobre la existencia de Dios, con lo cual reconozco que no podemos decidir racionalmente ante la alternativa de si Dios existe o no existe, y al mismo tiempo no podemos rehuir una elección. Entonces, ¿por qué no apostar por la alternativa más ventajosa?

A continuación desarrollo el argumento, que más o menos dice: (1) El que apuesta, apuesta lo que tiene: una vida, su propia vida, (2) Si apuesta esta vida para ganar dos, la apuesta vale ya la pena. (3) Si hay tres vidas para ganar, es ya imprudente no apostar la vida que se tiene. (4) Si el número de vidas que pueden ganarse es infinito, no hay más remedio que apostar. (5) El número infinito de vidas que se pretenden ganar en nuestro caso es la felicidad eterna, es decir, una infinidad de dicha. (6) Apostemos, pues, a favor de que Dios existe. Si se gana, se gana todo. Si se pierde, no se pierde nada.

He de confesar que sobre mi argumento de la apuesta ha llovido multitud de críticas, pero no os estoy escribiendo esta carta para aburriros más con mis lucubraciones, sino sobre todo para transmitiros las impresiones sobre la vida y la muerte de un hombre que apenas permitió perder un solo minuto a lo largo de sus 39 años de existencia. Incluso llegué a inventar una calculadora, de escaso éxito, que sumaba y restaba, aunque soy principalmente conocido por mis aportaciones a la matemática y a la física, especialmente en el ámbito de la teoría de la probabilidad, la presión, el vacío o los fluidos. A la vez, me vi enredado activamente en las teorías jansenistas sobre la gracia, la libertad y el pecado, que, de hecho, me llevó también a un sentido rigorista de la moral y a conducir mi vida sobre los senderos de una cierta ascética. Encontré solaz y tranquilidad básica y casi únicamente en la compañía de mi hermana pequeña, Jacqueline. Ahora me permito preguntarme si acaso proyecté sobre ella mis frustraciones y carencias afectivas y sexuales, tan abundantes en el largo claroscuro de mi existencia. (Es curioso, pero en vida no me permitía siquiera pensar en ello, pues para mí era pecado u ofensa a mi Dios, pero ahora me lo planteo con una tranquila sonrisa de comprensión).

Creo que me equivoqué palmariamente a la hora de concebir la única vida que tenemos como objeto de apuesta con la esperanza de recibir a cambio otra mayor en cantidad y calidad. A estas alturas no me arrepiento de nada de lo que fui o hice, pues tampoco serviría de nada, aunque me gustaría recordarme ahora como una persona liberada del escrúpulo y de una moralidad fuertemente encorsetada por la culpa, como una persona que se dejase conducir por el placer moderado y el disfrute amplio de la vida, dentro de mis posibilidades y circunstancias concretas. Antonio Aramayona me ha contado que a eso lo llamáis en DMD “buena vida” y “vida buena”. Lamentablemente, yo no lo conseguí a pesar de llevar una vida bastante acomodada.

Solo tenía 16 años, mi padre enfermo, cuando mi querida hermana Jacqueline decidió hacerse monja y padecí de parálisis y fuertes dolores en las piernas. Pues bien, no se me ocurrió a mí, tan inteligente, tan precozmente inventor e investigador, otra cosa que interpretar esa enfermedad como un “signo divino”. Ocho años después, y aunque visitaba con frecuencia a Jacqueline, caí en una fuerte depresión tras un accidente en mi carruaje que nunca expliqué, acabando por divulgar a los cuatro vientos un escrito donde relato una visión religiosa. Cada vez que lo releo me duelen más, como síntoma, las palabras: "¡Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no el de los filósofos y los sabios!”.

La vida ascética y el rigorismo moral no me permitieron vivir bien y tampoco morir como ahora concibo la muerte buena y digna. Un año después de fallecer Jacqueline, vendí mis enseres, di algunas cosas de casa para caridad y morí por puro deterioro de mi siempre precaria salud. Hoy no puedo apostar por mi vida o por una hipotética vida eterna, pero, si me lo permitís, deseo que apostéis cada instante de vuestra vida por que vosotros y cada uno de los seres humanos del mundo y de la historia llevéis siempre una vida digna y buena, pues ahora sé a ciencia cierta que esa es la mayor garantía de tener también una muerte buena y digna. Salud y gracias.



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