Evitando generalizaciones, es
legítimo afirmar, ateniéndonos a los hechos, que en muchos casos ética y
política son realidades poco o mal avenidas. Y sin embargo, se necesitan
mutuamente para conseguir su identidad: una ética que no actúe y se despliegue
dentro de la sociedad, de la polis,
sería solo una ética de anacoretas; una política que pretenda prescindir de la ética equivaldría solo a una dictadura
de sátrapas, en contra del interés general de la ciudadanía.
No obstante, a la política se le
suele pedir sobre todo resultados, conseguir objetivos concretos. En principio,
la política será buena si y solo si
consigue sus objetivos y cumple sus promesas
(aun sin olvidar el “interés general” o el “bien común”, mira
habitualmente también a las expectativas de voto, las elecciones próxima, así
como los intereses financieros a los que la política real está muy a menudo
sometida). La ética, por el contrario,
debe regirse únicamente por la convicción personal y por la propia
conciencia, pues busca obrar con independencia de sus resultados y logros. Muy
al contrario, sus principios y valores mueven a la acción por sentido del
deber, con independencia de si tiene utilidad inmediata. La acción ética no se
pregunta por su utilidad, sino por su valor: lo que importa es la realización
de los valores éticos universales (plasmados también en la Declaración
Universal de los Derechos Humanos), por encima o más allá de los logros
concretos que pueda obtenerse con un comportamiento ético.
De hecho, a un político no se le pide
que sea éticamente virtuoso, pues eso pertenece básicamente al ámbito privado. Lo
que se le debería exigir es que las medidas adoptadas vayan encaminadas siempre
a la realización efectiva de los derechos humanos en la colectividad a la que
vayan destinadas. La ética, en cambio, funciona primordialmente en primera
persona (conciencia y responsabilidad de cada persona) y en infinita persona
(=sin límite y sin condiciones).
Inquieta constatar, sin embargo, que los
planteamientos éticos son cada vez más distantes del mundo de la política,
donde la apelación a una supuesta ética sirve básicamente de instrumento de
descalificación del adversario. En
resumidas cuentas, los valores éticos van desapareciendo cada vez más del
discurso público, pues la ética “vende” primordialmente como reclamo para
obtener votos y arrebatarlos al contrincante.
¿Puede existir una conciliación
entre, por un lado, la política que propone valores éticos y utopías (lo
óptimo, no lo imposible) y, por otro, la política que se limita a gestionar los
asuntos que le van saliendo al paso? Personalmente creo que es preciso
llevar a cabo una revolución interior –ética- para poder alcanzar pacífica y
cívicamente una revolución/transvolución (perdón por el palabro) en el mundo,
en la vida política y en la ciudadanía.
Una persona, cualquier persona,
debería efectuar esa revolución interior antes de meterse entre la maleza de la
política (ahí radica la diferencia entre un verdadero político y un gestor
político, y esta es una de las principales razones de que hoy tenga tal
descrédito la política actual de los votos y los despachos). Un político nunca
podrá llevar a cabo una transvolución de la sociedad y del mundo si no cuenta
con su previa revolución interior. Sin esta no es posible oponerse
incondicionalmente a los poderes que conculcan los derechos humanos. Así y solo
así, el amor a la utopía (lo óptimo, no lo imposible) puede vencer al simple anhelo de cargo y de
poder.
Los principios éticos pueden ser así
realmente factibles y creíbles en política, la cual emana del pueblo y
concierne por igual a la ciudadanía y a los políticos profesionales. Solo
mediante esa revolución interior, el árbol de la política de corral cederá el
lugar a la panorámica del amplio bosque en el que todos los seres humanos
constituimos una sola familia universal, sujetos de los mismos derechos
fundamentales, libres e iguales.
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