Inefable belleza.
El arte y la belleza encierran ideas y emociones, son un acto creativo y
un producto a percibir y degustar, conmueven e interpelan. No son solo
productos o cosas, sino que muestran el mundo a través de la mirada del artista
y de quienes tienen la fortuna de saborear su obra. La belleza es sonido,
color, forma, movimiento, vida, palabra, vuela en lo inefable e inexpresable
más allá de cualquiera de sus expresiones concretas.
En cierto modo, la creación de
la belleza ofrece una visión o imagen de una parcela del mundo, a base de
palpitaciones de su ser. El artista re-crea a través de su obra. La obra de
arte pertenece a una dimensión de lo humano difícilmente identificable, pues en
ocasiones parecer rayar, repito, lo inefable: no se deja apresar en un
pentagrama, unos planos, un lienzo o una masa de piedra o bronce, trasciende
todo ello, apunta al sentido estético del perceptor y lo traslada a un mundo
que sobrepasa su vida cotidiana (lo con-mueve). El artista expresa así su
impresión ante, con, en y de la vida, y con ello acuña en el perceptor de su
obra un océano de impresiones, no solo emotivas o intelectuales, sino
inefables.
Precisamente por ello, Ludwig Wittgenstein recomienda
callar si no se puede hablar de algo, a la vez que reconoce que existe “lo
inexpresable”, es decir, “lo que se muestra a sí mismo”, lo “místico”, entendiendo
por místico “sentir el mundo como un todo limitado”, ya que lo místico no
estriba en cómo es el mundo, sino en que el mundo es.
La vida, al igual que todo lo
humano, no es uniforme, sino fractal, y abarca un complejo conjunto de matices
y variaciones sin fin. El arte es una excelente expresión de esa fractalidad
del mundo y de la vida, de la belleza.
Ayer, en el Auditorio de
Zaragoza, con Begoña y Jorge, me vi envuelto en la belleza, sin tiempo, sin
espacio.
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